La necesidad del símbolo
Sobre memoria y testimonio
DIEGO ERLAN

Es posible que una de las más vehementes intervenciones políticas de un escritor, esa que lo invistió con el caracter de intelectual, haya sido la de Martín Kohan frente a Darío Lopérfido por televisión postulando el significado y la importancia de sostener que fueron 30 mil los desaparecidos durante la dictadura militar. Esa cifra abierta –subrayaba Kohan– no es solo una cifra sino “una interpelación al Estado, una exigencia de respuesta”. Podríamos pensar, entonces, la cifra como símbolo. Se cumplen tres años de esa discusión. Cada tanto habría que volver a ese video y analizar la potencia de un símbolo que, de algún modo, quiebra la angustia y el silencio provocados por el terrorismo de estado.

Esas dos palabras también aparecen en una carta de diciembre de 1995, en la que Maurice Blanchot escribe: “Todo lo que toca a Auschwitz demanda angustia y silencio”. El destinatario es Philippe Mesnard, que al año siguiente publicaría un libro dedicado a esa figura enigmática: Maurice Blanchot. Le sujet de l’engagement. Varios años después, sumergido en sus archivos, Mesnard volvería sobre esas palabras de Blanchot –“angustia” y “silencio”– hasta convertirlas en el motor para su impecable ensayo Testimonio en resistencia donde despliega, como dice, “un interrogante sobre la capacidad de una cultura para incluir en la esfera del sentido una violencia cuyos principios estaban totalmente movilizados para destruirla en forma definitiva”.

Mesnard entiende que los testimonios y los testigos ocupan un lugar y cumplen una función fundamental. Por eso analiza sus obras, sus relatos, sus imágenes, sus metáforas y a partir de ellas articula cuatro configuraciones posibles: las dos primeras tienen como punto común el objeto de reconstituir una visión coherente de la realidad concentracionaria o genocida sobre el modo de la semejanza: mientras una está inscripta en la tradición realista, la otra propone reorganizar la realidad a partir de símbolos que se convierten al mismo tiempo en la condición y la clave del valor testimonial. Una tercera es la que llama “configuración crítica” donde representar fielmente la realidad no es necesario ni suficiente. Por último, la cuarta forma de escritura es la escritura pática, que está condicionada por la emoción (pathos) que suscita esa clase de violencia.

En el amplio corpus que Mesnard analiza, que va del Vasili Grossman de Vida y destino al Art Spiegelman de Maus o al Claude Lanzmann de Shoa, gravita una idea y es la potencia de una imagen para expresar el dolor. Maria Moreno dice que escribió su libro Oración “para apoyar la liberación del testimonio al uso de la metáfora, de la ficción en general como lo propone Mesnard”. “Para recordar la paradoja de que durante la vigencia del proyecto revolucionario para Latinoamérica se vetara a la literatura en nombre de la acción mientras Mao, el Che y, luego, Marcos no cesaran de escribir y cómo la literatura y el arte fueron en el cautiverio formas inenajenables de la libertad.”
Pueden subrayarse diversas ideas movilizantes del libro pero a modo de muestra podemos quedarnos con esta: esa potente imagen de las llamas que salían de los hornos crematorios de los campos de concentración. “Todos los días detrás de las barracas/ veo subir las llamas y el humo./ Judío, dobla tu cerviz/ pues de esto, nadie puede escapar”, escribió Ruth Klüger en uno de sus poemas de Refus de témoigner. Son varios los ejemplos que Mesnard despliega pero atribuye la referencia más conocida a Elie Wiesel, donde en La noche construye la escena en la que los judíos de Sighet son deportados a Auschwitz y, al llegar a la Rampa, asisten al espectáculo del horror: “Y como el tren se había detenido, vimos esta vez unas llamas que salían de una alta chimenea, en el cielo negro”. Mesnard, que editó los textos de los Sonderkommandos (aquellos “comandos especiales” formados por prisioneros que trabajaban en las cámaras de gas y los crematorios de los campos), sabe que sus testimonios orales y escritos no mencionan que salieran llamas de las chimeneas por una razón sencilla: si hubiera habido llamas, sobre todo cuando trabajaba con un alto rendimiento, la chimenea hubiera ardido y no hubiera tardado en explotar. Mesnard se ataja, desde luego, y plantea que confrontar los testimonios con la realidad y mostrar sus diferencias no es hacerle juego al negacionismo sino al contrario: es privarlo de aquello con lo que suele nutrir su propia perversión, tergiversando una evidencia para convertirla en una contraverdad. ¿Qué significado tienen esas llamas?, se pregunta el autor y responde: “El significado y el valor de un tópico que funciona como metáfora provisoria para apoyar la lógica cognitiva que está en juego en este tipo de rememoración.” Las llamas como metáfora, entonces, permiten al sujeto conjurar la estupefacción provocada por la idea de las cámaras de gas y la cremación y también poner distancia in praesentia la obsesionante realidad del olor. Las llamas, desde el punto de vista retórico, le dan fuerza y credibilidad al relato. Todo aniquilamiento coloca al individuo frente a la obligación de pensarlo. Pensar el horror siempre será el mayor desafío. Kohan lo sabe.