Sueños de libertad

El epistolario entre Virginia Woolf y Lytton Strachey registra la delicada sensibilidad literaria de los dos y la vida del círculo de Bloomsbury

FLAVIO LO PRESTI
Lytton Strachey y Virginia Woolf

Salen libros hermosos todo el tiempo, quizás sean una plaga, y quizás habar de su hermosura sea una forma de caer en un automatismo periodístico, disfrazado por los yeites que se adquieren en años de escribir para la prensa. Pero 600 libros desde que te conocí es un libro hermoso, y es un libro conmovedor, porque es el registro necesariamente trágico de una pasión infrecuente, que quizás dependa de una forma de ser humano en retroceso. Virginia Woolf y Lytton Strachey parecen desafiar en este epistolario la sequedad que Borges les atribuía a algunas amistades inglesas, que “empiezan por excluir la confidencia y muy pronto omiten el diálogo”. La de Woolf y Strachey comienza con una sosa invitación social, atraviesa un pedido de matrimonio aceptado y retirado y, bullente de todo tipo de confidencias (desde la más triviales a las más profundas) continúa hasta que la muerte de Strachey pone fin a ese sueño compartido del que estas cartas son un testimonio vibrante.
Hay un momento de estas cartas que funciona como su puesta en abismo: el proyecto trunco de novela epistolar colectiva que tiene como centro a un trasunto de la aristócrata Lady Otolline Morrell (gravitante en el Círculo de Bloomsbury y de quien tanto Strachey como Woolf hacen mofa misericordiosa a lo largo de todo el libro). El humor ácido y malicioso al que la privacidad de las cartas le da permiso define el tono del intercambio, pero no es el único punto de interés ni de identidad de los textos. Al margen del obligatorio censo del mundo por momentos desconcertante de Bloomsbury (vrg., la libertad con la que piensan la bisexualidad de sus “miembros”, incluso la perplejidad fría que provoca el súbito “ataque de heterosexualidad” de John Maynard Keynes), que genera un interés cholulo automático, hay dos notas particularmente atractivas.

Grupo de Bloomsbury

En primer lugar, la sensibilidad literaria del dúo, registrada en comentarios sobre los libros cuya lectura recomiendan e intercambian y sobre sus propios libros, y también en las reflexiones sobre el mundo de la edición y la prensa cultural. Woolf y Strachey se burlan de los editores, de la actividad de los reseñistas, del estilo de otros, fantasean con el abandono de la escritura a favor de una imposible opción por la vida pura, pero también revelan el placer que solo encuentran en la literatura y en el paladeo de la inteligencia (en palabras de Strachey, “lo único que finalmente importa”). “No debe parecer una vida muy feliz, lo sé; pero verás, en los intersticios nos atiborramos de conversaciones estimulantes y también de literatura. ¡Dios mío! ¡No puedes imaginarte con qué voracidad nos lanzamos sobre cualquier material impreso!”, cuenta Virginia sobre uno de sus primero viajes con Leonard Woolf. Voltaire, Racine, Swift, los contemporáneos, los biógrafos, los poetas, los ensayistas: la literatura funciona como un polo poderosísimo que imanta a los dos corresponsales de una forma casi exclusiva, recortándolos del intrusivo y comprometedor ambiente social que los reclama de forma constante (aunque también esa experiencia colectiva  de visitaciones y convivencias, esa especie de amable contubernio es una gran fuente de placer).

La otra nota es la que está en el lado opuesto, lo que podríamos llamar la “evaluación de la aventura de vivir”. Rodeados de personajes a los que respetan a medias, el epistolario parece una zona segura (en el sentido de que es manifiesto el pacto de respeto mutuo y la lealtad entre ellos dos) desde la cual pensar con libertad la vida como totalidad, y la imagen que ofrecen Strachey y Woolf de esa totalidad es naturalmente agridulce. La inteligencia clínica y malévola de los dos los pone en una zona de inmediato desprecio de la banalidad humana (Strachey: “Claro, todos ellos son también golfistas, así que prácticamente todo se reduce a lo mismo. Las cosas sobre las que conversan resultan de los más sorprendentes, y cuando pienso que tiene que haber muchas personas todavía más estúpidas, comienzo a ver la raza humana en noir(…) Yo casi lloraba de la risa, y casi no hizo falta que disimulara porque no se dan cuenta de nada. Por dios. ¡Qué felices deben ser!”). La objetividad, decía Saer, tiende a la tragedia, y el libro es, además de un depósito del desencanto por el roce con los demás, un inventario de achaques, depresiones y, con los matices de la gloria de los días y los trabajos y los pequeños triunfos de la literatura, gotea hacia el triste final de una carta no respondida.
Pero al mismo tiempo, la explosión de lo real (del esplendor hasta físico de los humanos, del espectáculo sublime de la naturaleza) es objeto de maravilla constante, y el espíritu de los dos parece inclinado a un optimismo frágil que ve en la literatura y la humanidad del futuro una promesa de libertad: “Me gustaría vivir otros doscientos años (siendo moderado). La literatura del futuro será- lo veo claramente- asombrosa. Por fin dirá la verdad, y será indecente, divertida, romántica e, incluso (al cabo de unos cien años), estará bien escrita”, dice Strachey. Desprejuiciados son los que vendrán.   
Con una sonrisa podemos preguntarnos, en secreto, si estuvimos a la altura de esos sueños.

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