A propósito de los diarios de Alberto Giordano, Francisco Bitar explora su “legítima rareza” y encuentra allí una posibilidad de escritura.
FRANCISCO BITAR

Hace unos quince años, en la época en que se hacía urgente empezar con nuestras carreras de poetas para demostrar de una vez por todas que ya éramos históricos, un grupo de escritores del litoral íbamos de peregrinación a la cueva del Once, adonde Daniel Durand se ocuparía de comentar nuestros textos con el fin de ponerlos al día y conjeturar una recepción. Una vez allí, Durand nos conducía por aquel largo pasillo que terminaba tres pisos más arriba, en una especie de sobrecasa o de joroba de concreto en la que pasaríamos las noches siguientes, enfrascados en nuestro propio campo de concentración. Me acuerdo con claridad de la sensación que me embargó la primera vez que le toqué timbre y esperé a que me atendiera: de todas las puertas que había en la gran ciudad, era esta en particular la que me permitiría el acceso a su casa, azar que, al mismo tiempo que me proporcionaba la seguridad de encontrarlo, dejaba en mí un fondo la nostalgia, en razón de todas las puertas que no se habían abierto y por el hecho de que un gran poeta (cualquiera de nosotros, para el caso) podía vivir y morir en cualquier parte. Estaba yo, como quien dice, en ese estado de abandono, cuando Durand abrió la puerta y me invitó a pasar.
Los viajes, como decía, se sucedían a solas o en grupo, pero en grupo eran más divertidos. Este era el momento festivo en el que hacíamos apuestas y nos sentíamos desafiantes. Todo el día hablábamos de literatura, y por las noches partíamos a las lecturas riendo a los gritos y pateando tachos de basura en el camino: así fortalecíamos nuestra amistad y nos inventábamos una bohemia. Sin embargo, el futuro de nuestros libros se jugaba en los días siguientes, de vuelta en nuestra propia cueva. Para ese momento de soledad y de regreso al trabajo, Durand había recomendado lecturas y había señalado el lugar específico donde deberíamos copiar a otros autores. Julián copiaría a Zelarayán, Ariel a Casas, Fernando a Perlongher, yo a Gambarotta, hecho que me enorgullecía y, sobre todo, me habilitaba. En el ejercicio de la copia encontrábamos la libertad de un nuevo valor, nuevo como nosotros, pero también la seguridad de que la literatura argentina era una familia en expansión y que nosotros ya formábamos parte de ella. Por lo demás, podíamos quedarnos tranquilos: la copia no era el calco, y en el residuo que crecía a un costado del texto copiado, podía, si todavía nos interesaba, haber algo nuestro. Aquel residuo quizá fuera lo importante, pero podíamos vivir sin él: la originalidad ya no era necesaria.
Si es cierto lo que dice Sarlo, que todos los ensayistas son ya escritores, debemos atender lo que escribe el profesor Alberto Giordano, quien como pocos estudió el genero e hizo uso de él, como si habláramos de un escritor. (En realidad, todo texto leído por un escritor se lee en sus posibilidades literarias, “como si fuera literatura”, pero más atento estará ese escritor si eso que se lee se ha producido desde el corazón mismo de un género: allí habrá para pensar y para copiar). Se nos dirá: “si bien este escritor en particular ha modelado sus armas de escritura en la fragua del ensayo, aquí estamos frente a otra cosa: frente a un diario”. Y bien, más para nosotros en ese caso, porque en el diario los procederes del ensayo, todavía desgarrados para el profesor por los aparatos de presión académica, encuentran un nuevo horizonte formal que termina por aflojar las clavijas metodológicas y libera la escritura ya no de vuelta al paper sino en dirección a la novela. Esto por no hablar de la decisión fundante, lo inconduscente de la escritura de un diario, que a un profesor-investigador no le sirve para nada: este gesto de irresponsabilidad, de gasto soberano, podría, creo, atraer ya la mirada de los escritores y de los artistas en general hacia los diarios de Giordano por tratarse de una patria común. (La escena típica que asola a un escritor, la de su entorno preguntándose “qué hace este tipo escribiendo pavadas en lugar de estar trabajando”, aparece con frecuencia en estos libros).

Pero mencionemos algunos de estos tramos, allí donde en el diario se producen ciertos espejismos de literatura. De Giordano, muchos de sus alumnos dicen que “es un personaje”, impresión que se puede corroborar en el entusiasmo con el que asisten y el deleite con el que luego salen de sus clases. El discurrir de estas clases, tal como se precisa en algunas entradas del diario, tiene un origen preciso pero un rumbo incierto: se parte de un tema y se avanza al mismo tiempo en anillos concéntricos y espiralados hacia nuevas referencias, lo que se parece menos a un ataque directo que a un asedio del tema inicial. Pero si en esas clases se produce este fenómeno, el de “personaje”, es porque el profesor es afecto a poner su propio yo en los intersticios que se abren entre una y otra referencia. Y, lo mismo que en el diario, lo hace con elegancia y humor, con gracia. La misma mecánica de las clases aparece en las entradas y tiene según creo una ascendencia kafkiana: como en el cuento del hombre convertido en insecto, se dice de entrada cuál será el nudo del relato y después se le da vueltas al asunto por el mero goce de hacerlo, sin proponer una única salida y atento a los hallazgos que pueden saltar en el camino. Hay en el personaje, entonces, una manera de decir.
En términos novelescos, la cosa es distinta, desde que este personaje debería ponerse en situación de atravesar una transformación y, hacia el final, presentarse como el saldo de ese pasaje. ¿Qué circunstancia lo puso en condiciones de pasar a otra cosa? ¿De dónde viene, es decir, cuál era su condición inicial y hacia donde va ahora? ¿Lo consiguió finalmente? En los diarios de Giordano puede reconstruirse parte de esta información sin que sea posible completarla. Diríamos que viene de la convalecencia y va hacia la improvisación, y que, antes que de ninguna otra cosa, como desde la oscuridad desde la que todo procede, se partió de la gran depresión. Pero el diario es la escritura en vivo y en directo desde la nueva etapa anímica y no se lleva muy bien con la idea de saldo, desde que esa idea involucra un final. Al igual que en la vida, las mutaciones aquí, si es que despuntan, son lentas y sigilosas, tendientes a un movimiento de despliegue y contracción, y nunca se dicen del todo o se dicen desde el entrevero.

Y bien, es mediante este doble naufragio del diarista como personaje, uno que habla de manera siempre desviada y cuya trayectoria está siempre incompleta, que obtenemos cierta asimilación del diarista al escritor, en tanto unos y otros experimentan por igual la profundidad del lenguaje, su imposibilidad de dar en el blanco frente a la prueba precaria de la vida. Queda sentado aquí nuestro propio fracaso: fuimos tras la pista del personaje y terminamos encontrando un escritor, y es que, al parecer, cuando se trata de un diario, el escritor emerge en el fracaso del personaje. Es porque no hay personaje que hay diario, o, dicho de otro modo: mientras el novelista escribe por interpósito personaje, el diarista lo hace desde su imposibilidad.
Esta emergencia del escritor que cuenta su vida alcanza para despertar en mí cierto reconocimiento, uno fuerte. O se trata de una identificación, desde que el reconocimiento aparece del lado de la novela mientras que la identificación, por lo que habría de carne y hueso en quien escribe, se correspondería con el diario. Creo que entre ambas cosas hay una diferencia de tiempo: mientras el reconocimiento se constata en pasado, que es el tiempo de la novela, en la identificación se juega más bien un futuro, aunque muy cercano, de inminencia. Y esto es así desde que el diarista y yo nos enfrentamos a problemas parecidos, pero él sabe. De hecho, el diarista se ha vuelto la inminencia misma, el intervalo entre el presente y el futuro que es el tiempo suspendido desde el que se dice la identificación. El reconocimiento se produce al final mientras la identificación está por delante. Yo leo el reconocimiento mientras la identificación me lee a mí.

Es en esas maniobras de avanzada en las que termino de contagiarme del diarista, espero algo de él que excede su lenguaje, me identifico con sus fobias, me anticipo a sus reacciones. Y, una vez fuera del libro, ante las dificultades que saltan al paso en mi propia vida, me pregunto cómo resolvería esos problemas el diarista. Tal ha sido su incidencia que, llegando al final, demoro las últimas páginas para prolongar la conviviencia. Y una vez que el libro se termina, sobreviene menos una sensación de soledad que de desamparo: ¿cómo haremos para enfrentar el mundo sin su compañía, sin su ayuda?
Entre aquellas maniobras hay una cuya aparición yo esperaba con impaciencia, y tiene que ver menos con una escena que con una mecánica de exposición. O, en todo caso, es una escena que dispara una entrada distinta a las demás que, por su composición, llamaremos elegíaca. El modo de presentarse es muy parecido al del poema del mismo género: hay una foto, un sillón, una fecha en el calendario, una canción en Spotify, un posteo ajeno en Facebook sobre High School Musical que empuja al yo a bucear en su pasado. De hecho, al igual que en el poema elegíaco, el pase ocurre por teletransportación: una vez que el verso en la canción o el rostro en la foto irrumpen en lo cotidiano ya se está en el pasado. Además, se trata de un lugar puntual del pasado, lo que significa que, lo mismo que la foto o la canción, el pasado también tiene sus zonas específicas. Este momento de la entrada elegíaca equivale al misterio del recuerdo y la dimensión que abre en nosotros, el teatro de la memoria involuntaria.
Una vez instalado o transportado allí, se recuerda, se dice el pasado. La primera comedia musical que siguieron juntos la hija y el diarista; los días eternos que el diarista pasó tirado en el sillón de lectura, no leyendo sino aguantando los años de depresión; una amiga muy querida que murió hace exactamente un año; la historia de un disco de María Bethania y una imagen adolescente de la hermana mayor.
Pero, claro, entre una cosa y la otra, el tiempo ha pasado y el diarista, como ocurre con el poema, se acomoda en la posición correcta para contarnos cuál es el resto de esa diferencia. Y es acá donde se produce el pase de magia, porque donde el saldo del poema elegíaco es en general patético, el de la entrada del diario se corre de la convención hacia un cierre inestable, a veces neutro, a veces divertido, otras directamente feliz. El patetismo, que por lo general se presenta como remate pactado, vendría a ocupar el lugar de una cristalización, y el desmarque que propone el diarista no solamente permite conservar el pasado en movimiento sino que representa una nueva apuesta en el sentido general del diario: la de explorar nuestra legítima rareza. Sí, el tiempo ha pasado, parece decirnos el diarista: y qué.
En la película El gran pez, de Tim Burton, hay un personaje encarnado por Steve Buscemi que siempre me atrajo en la misma medida que me perturbó. Es el poeta, que en un principio de la historia acompaña al protagonista en su viaje fuera del pueblo. Como todo poeta, es un enfermo y un torturado, y la película nos lo muestra en momentos de indudable oscuridad, de noche y entre las ramas de un árbol seco, con su pluma y su libretita.

Un día, el poeta y el protagonista llegan a un pueblo luminoso de una sola calle y lleno de chicas lindas. El poeta es débil: no resiste a la tentación y se queda en este pueblo donde lo tratan como a un rey. De vuelta de su viaje, Ewan McGregor pasa otra vez por este pueblo y se encuentra con un Steve Buscemi sonriente y en forma, perfectamente amigado con la vida.
¿Y la poesía?, pregunta Ewan.
Ah, sí, recuerda Steve: saca su libretita pero no acierta a escribir una sola palabra.
Es demasiado feliz como para escribir. Tira la libretita a la basura.
Y bien: entre el poeta de El gran pez y el diarista de El tiempo de la convalecencia y El tiempo de la improvisación, ambos escritores, ambos felices, ¿dónde está la diferencia? La diferencia está, creo, en que el diarista puede seguir escribiendo. Y puede hacerlo a pesar de su felicidad.
La salida que proponen los diarios, para los que ven en la escritura un fondo patético, para los que creen en la escritura como el saldo de una pérdida pero temen dejar la vida en ello, augura un horizonte posible. ¿Qué significa acá “el saldo de una pérdida”? Significa que debemos ser fieles a esa pérdida, que no podemos fallarle o faltarle, al contrario: ponemos nosotros la escritura para elevarnos a la dignidad de la pérdida. Si llegáramos a faltarle, si fuéramos más allá, perderíamos la pérdida. Y esa posibilidad nos mortifica porque nos pone ante un dilema terrible: o somos felices o seguimos escribiendo.
Creo que esto es lo que hay para copiar o para contemplar como posibilidad en nuestro trabajo: la posibilidad de ser felices y aún así seguir escribiendo. Dejar atrás esa última piedra, cuya perforación todavía suministra algo de combustible, pero obstruye nuestro impulso vital fuera de la escritura. Ser ecuánimes o, en todo caso, ecualizar: modular vida y libro.
Una cosa más quiero decir. Ayer, para obtener el nombre del personaje de Buscemi, googlié ambas cosas, película más actor, y me encontré con una sorpresa: el poeta tiene una tercera entrada en la película que yo no recordaba y que lo pinta, por trascender los momentos anteriores, como un personaje aparte, con su propia épica. El poeta ahora es un ladrón de bancos. No sabemos qué pasó entre una cosa y otra, pero su transformación nos sugiere que la felicidad es una potencia, y que hay en ella una posibilidad de convertirnos en héroes.