En una revista cordobesa se publicó un cuento sobre una catástrofe onírica simultánea: todos los seres humanos sueñan a la misma hora con una ola gigantesca que mata a la persona a la que más aman.
FLAVIO LO PRESTI

Puedo sacar pecho (una de las expresiones más feas del castellano) pensando que el primer relato que recuerdo en estas circunstancias es un cuento cordobés. Por razones de distancia física, quizás generacional, quizás temperamental, su autor y yo (que vivimos apenas a kilómetros de distancia) no somos no digo amigos: apenas nos saludamos con una forzada cordialidad cuando nos encontramos en algún evento “literario”.
Estoy convencido de que no ha leído mis libros, pero tampoco he leído yo sus apuestas más ambiciosas, a pesar de que tengo los libros en casa. Solo leí tres de los suyos (es un autor muy prolífico): una novela temprana que reseñé en su momento, una reseña que tenía alguna nota discordante, quizás irritante, y que probablemente no le haya gustado; la nouvelle con la que ganó un premio en España hace un par de años; el libro de cuentos con el que el año pasado ganó el cuantioso premio de una Fundación (los reseñé a ambos en otro medio).
Ahora la cuarentena me encuentra demasiado ocupado como para hacer caso a la recomendación políticamente correcta hecha por unos editores cordobeses desde una cuenta de redes: aprovechar este parate y leer al menos dos autores de nuestra ciudad. Sin embargo pienso en este cuento suyo. Estoy seguro de haberlo encontrado desparramado en las páginas de una revista que fue un proyecto hermoso, que nucleó a gente talentosa entre la que se encontraba él, pero también un gran amigo mío, algún conocido y el inefable centro de la revista, un editor, guionista de historietas, narrador y poeta que murió a los treinta y nueve años dejando una ciudad literaria de deudos.

El cuento del que hablo, publicado en el primer número de aquella revista (era una revista de “géneros”: zombies, policiales, terror, ciencia ficción) empieza con un hombre que se despierta a una hora determinada de la madrugada después de tener un sueño asfixiante: está en una embarcación en una bahía que no puede ser otra que la del río Hudson, su mujer (el ser al que más ama en el mundo) está de espaldas al mar, y desde atrás el soñador ve levantarse una ola de un tamaño tal que duplica el de los edificios más altos de Nueva York. No hay forma de salvarse de esa ola. Es obvio, para el soñador, que todos en ese barco van a morir. Sabe que no puede hacer nada por ella, salvo reflejar su propio terror, y cuando la ola cae, se despierta. Es una hora puntual de la madrugada.
Mientras su mujer lo despide para ir a trabajar con frialdad, el comienza un día de su rutina de desocupado: recorre la web buscando ofertas de trabajo para fingir verosímilmente ante su mujer que está en la búsqueda, y escucha y ve las noticias, pero ese flujo de información está transformado por una experiencia de naturaleza indeterminada: el sueño de la inmensa ola que mata al ser querido se ha repetido en los cerebros de toda la humanidad con la puntualidad de un tren inglés, siempre a la misma hora en cada meridiano del planeta, y la humanidad entera entra en pánico. ¿Qué significa? ¿Es el anuncio del fin del mundo? ¿Es el anuncio de una mutación de la especie? Después de todo, es la primera experiencia colectiva simultánea que la humanidad ha tenido.
El narrador del cuento trata, una y otra vez, de hablar con su mujer, pero su llamada cae en la casilla de mensajes. Las redes se llenan de terror y estupidez, y él prefiere el más uniforme código informativo de los medios tradicionales, pero naturalmente ahí tampoco hay respuestas a lo que está pasando. Las compañías de teléfono liberan minutos y mensajes de texto para que la gente pueda “despedirse” de sus seres amados.

Harto de soportar la tensión en su casa, el personaje camina por las calles vacías y pasa por el bar de un amigo al que le debe miles de pesos en consumiciones, y en el que tiene la entrada prohibida. Su amigo (que es un ex artista plástico que ha renunciado a las artes para ofrecer alcohol y cobijo a unos snobs que con el tiempo lo han abandonado por lugares más glamorosos) le permite entrar. Rompe la cuenta de la deuda (nada parece importar mucho de cara al futuro) y juegan unos partidos al pool mientras toman un fernet servido con una costumbrista pericia cordobesa: los hielos, el fernet, la Coca, y sobre la capa casi sólida de espuma una cabeceadita del aperitivo para bajarle el copete. El dueño del bar ha soñado con su padre: tuvo que verlo morir dos veces. Cuando ya casi no puede caminar, se va y le deja las llaves al narrador. Cuando vuelve a la casa, el narrador se encuentra con su vecina en la puerta, que está desconsolada. Su marido se ha ido con la nena (la nena soñó con él) y la ha abandonado con el bebé: el sueño de su marido le reveló quién era su persona más querida, y en esa revelación hay una clausura un poco obvia para la derrota del narrador, que vuelve a la oscuridad del hogar con la intención de llamar a una línea de asistencia para personas en estado de angustia. Esa llamada es el cuento que acabamos de leer.
Ahora que escribo este recuerdo a mano alzada no termino de saber si el cuento es real o un efecto fantasmal del clima de época, pero no puedo dejar de recomendar su lectura, o (en el caso de que sea un delirio generado por la epidemia descontrolada de puntos de vista) su escritura.