La exposición Constelaciones, inaugurada en Malba, permite sumergirse en el mundo fascinante y misterioso de Remedios Varo.

DIEGO ERLAN
Simpatía, 1955.

Enfrentarse a las obras de Remedios Varo es contemplar las estrellas que alumbran “el cielo del enigma”. La fascinación que produce su imaginario hermético lleva a pensar que, como diría Olga Orozco en uno de los poemas de Los juegos peligrosos (1962), “su luz es de otro reino”. Los niveles de lectura que contienen las pinturas conforman, como proponía Giorgio de Chirico, un “inmenso museo de rareza” al tratar de revelar el misterio inherente de las cosas. No es casual la referencia a De Chirico. A fines de los años treinta, en uno de los trabajos que hizo para sobrevivir en París, Remedios elaboró junto a Oscar Domínguez obras al estilo del maestro italiano. Tiempo después, cuando llegó a su madurez pictórica, sus estilos se conectaron por un hilo invisible que podríamos llamar silencio. Un silencio particular, en un punto ensordecedor, que funciona como la llave hacia el conocimiento nouménico. Entre 1911 y 1919, al mismo tiempo que Sigmund Freud trabajaba en “Lo siniestro”, como advierte Jean Clair, De Chirico le daba vueltas a sus ideas sobre el arte metafísico y arriesga, por ejemplo, que “el arte es la red fatal que atrapa estos momentos raros” y los momentos de los que habla no serían sueños. Hal Foster, en su estudio sobre el surrealismo, se pregunta: ¿y si no son sueños entonces qué son? Quizás la respuesta podamos hallarla en un viaje en el tiempo hacia adelante, en la lectura que Octavio Paz hace de la obra de Remedios Varo donde postula que ella, en sus pinturas, “no inventa, recuerda”. Analizar la densidad simbólica de las obras de Varo a la luz de esta frase resulta en verdad inquietante.

Nacida el 16 de diciembre de 1908 en Gerona, España, María de los Remedios Varo y Uranga fue la segunda de tres hermanos, la hija con problemas cardíacos de un ingeniero hidráulico liberal de origen andaluz, que fomentaba el libre pensamiento, y de una vasca devota de un catolicismo asfixiante que le prohibía a su hija (por mujer, por costumbre, por ignorancia) leer la biblioteca familiar. Remedios nunca le hizo caso. Se escondía de su madre para leer los tratados científicos de su padre y las novelas de aventuras que dormían en aquellos estantes: Alejandro Dumas, Julio Verne y Edgar Allan Poe se cruzaron ante sus ojos y junto a otros textos filosóficos y místicos construyeron en la mente de esa niña una imaginación portentosa. Quienes la conocieron decían que absorbía todas sus lecturas como una esponja y su imaginario se potencia cuando, tras haber pasado por la Escuela de Artes y Oficios, se inscribe en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid. En esos días empieza a visitar los salones del Museo del Prado para sentarse durante horas a analizar las pinturas de El Bosco y de Goya, y en una serie de conferencias escucha por primera vez el término surrealismo. Pronto llegaría el impacto producido por las obras de Salvador Dalí, Luis Buñuel y Federico García Lorca. A partir de allí comienza su levitar estético que se alimenta de relaciones amorosas, amistades femeninas y los trabajos publicitarios (algunos incluso para la farmacéutica Bayer en Venezuela) que aceptaba para sobrevivir. Nunca dejó de conocer el mundo visible e invisible que la rodeaba. En marzo de 1936, el mismo año en que se integra al grupo logicofobista, un colectivo de artistas y escritores interesado en el surrealismo, Varo se hace leer las manos. En ellas, al parecer, residía una contradicción: “debilidad y fuerza al mismo tiempo”, y la tensión entre una “intuición creativa y crítica destructora”. Esas manos, según decía quien las leyó, necesitaban y buscaban un ambiente comprensivo y simpático pero a la vez “estaban retiradas en sí mismas, tan calladas que parece existir una distancia enorme entre la analizada y su ambiente”. El asesinato en 1937 de Federico García Lorca empujó a que Remedios Varo decida huir a París con el poeta Benjamin Péret. En ese momento se produce un nuevo punto de inflexión en su vida artística al unirse a la “religión surrealista” de André Breton reunida cada noche en Les Deux Magots.
La impactante exposición inaugurada en Malba, Constelaciones, permite transitar los diversos caminos de Remedios Varo para la realización de sus obras. Sus búsquedas, sus amistades, su procedimiento. Lejos de la tendencia museística contemporánea donde lo lúdico y lo relacional se combinan para atraer al público, ésta es una muestra que invita a la contemplación. El diseño de la sala, la iluminación y esa suerte de cono de silencio que se genera alrededor de cada obra sugiere recorrer Constelaciones en soledad, sin otro diálogo más que el podamos establecer con el viaje interior de Remedios Varo. La historiadora del arte Teresa Arcq, especialista de las mujeres surrealistas mexicanas, escribió que en estas obras se percibe una constante búsqueda espiritual, un deseo de plasmar la armoniosa unidad e interconexión de todas las cosas, de hacer aparecer ante nuestros ojos los reinos invisibles que habitan su alma, de encontrar esa “llave mágica” que abra las puertas para penetrar en un universo oculto.

Hay una tensión en el proceso de trabajo de la artista. Como dice la medievalista Victoria Cirlot en el catálogo de la muestra, Varo pareciera forzar su imaginación con las técnicas surrealistas pero a la vez, en su obra de madurez, reniega del automatismo por el que abogaba Breton para incorporar un procedimiento absolutamente clínico en la realización de sus obras. Y esto, como entiende Teresa Arcq en Cinco llaves del mundo secreto de Remedios Varo (Atalanta), es el descubrimiento del Cuarto Camino, base del pensamiento místico de Gurdjieff. En sus pinturas, Varo pareciera conseguir un estado de iluminación en el misterio del mundo y reflejarlo. Entre Blake, De Chirico y Max Ernst, Varo procesa lecturas como el Tertium Organum de Ouspensky (uno de los primeros discípulos de Gurdjieff) y el efecto de la cultura mexicana a partir de su arribo a América latina en 1941.
Victoria Giraudo, curadora en jefa de Malba, explica lo que llama “el método Varo”: las ideas para las pinturas surgían de sus muchas y variadas lecturas (desde filosofía hasta relatos de ciencia ficción), del cine de su época, de su entorno cotidiano (su departamento destartalado, sede de numerosas fiestas, su mundo doméstico con sus costuras, revistas de moda con patrones, bordados, la cocina, la compañía de sus gatos) y de sus conversaciones amigas: Leonora Carrington, la fotógrafa Kati Horna y Eva Sulzer, con quienes compartía un profundo interés por la magia y el ocultismo; juntas visitaban el Mercado de Sonora buscando ingredientes para sus pócimas, o el Planetario de Tetecala, diseñado por Rodney Collin-Smith, discípulo de Ouspensky.
El método de producción se basaba en la exploración como proceso científico, a partir del motor de la curiosidad, la sed de conocimiento y comprensión del mundo. En sus composiciones Varo trata sobre la relación entre el ser humano y su propia singularidad (microcosmos) con el universo (macrocosmos). Para esto elaboraba un plan de acción, una metodología de estudio tanto teórico (con múltiples lecturas) como práctico (a través de expediciones, recorridos y búsquedas varias). En este proceso observaba detenidamente, hacía levantamientos geográficos, clasificaba hallazgos (cosas, especímenes), hilvanaba pistas y establecía relaciones, constelaciones de sentido.

Icono, 1945

Una de las obras más importantes de Varo, según Teresa Arcq, es Icono (ca. 1945), y forma parte de la colección permanente de Malba. Una caja de madera al estilo de los retablos católicos (o el Jardín de las Delicias del Bosco) donde realiza una síntesis del pensamiento de Gurdjieff. La obra fue encargada por Caraminola, uno de los fundadores de los grupos del místico en América y además en la parte interior de las puertas tiene grabadas las letras G. G. (George Gurdjieff). La imagen representada es una torre con una escalera interior, tres planetas hechos con incrustaciones de nácar y el símbolo del eneagrama arriba, en el centro, que es el símbolo de la enseñanza de Gurdjieff. Cada elemento representado, tanto los espirales, los árboles, los planetas, la torre-nave, la escalera y el eneagrama, por supuesto, tienen un significado específico en relación a las doctrinas esotéricas, el tiempo y la recurrencia. Resulta fascinante entender el proceso de trabajo de Varo porque lo que a primera vista podría ser intepretado como una combinación de elementos sin sentido adquiere una densidad narrativa y una potencia mística. 
Además de una densidad simbólica, las pinturas de Varo tienen también una sutil ironía. Es el caso de “Mujer saliendo del psicoanalista” (1960), por ejemplo, que es la obra que ilustra el libro Cinco llaves del mundo secreto de Remedios Varo. La misma artista, en el texto preparativo para la obra, explica: “Esta señora sale del psicoanalista arrojando a un pozo la cabeza de su padre (como es correcto salir del psicoanalista). En el cesto lleva otros desperdicios psicológicos: un reloj, símbolo del temor de llegar tarde, etcétera. El doctor se llama Dr. FJA (Freud, Jung, Adler)”.

Vagabundo, 1957.

Giraudo explica que “el método Varo”, tiene una primera etapa que es la exploración de ideas y, en una segunda en donde plasmaba en escritos o bocetos las ideas para la obra. Recopilaba así instantáneas de sueños en apuntes y poesías, bosquejos de cuentos (para niños y adultos), y otros textos como cartas a seres anónimos, recetas de cocina visionarias y hasta un proyecto para una obra teatral, escrito a la manera de cadáver exquisito junto con Leonora Carrington. También de su autoría, De Homo Rodans, de 1959, era un original folleto de “antropología imaginaria”. Sus personajes bocetos para una adaptación de Ubu Rey, por ejemplo, extraños y delirantes, que mezclan elementos provenientes de Lewis Carroll y el mundo fantasioso del Mago de Oz como “Vagabundo”, pintado en 1957, dos años antes del Homo Rodans. Remedios consideraba que ese cuadro era uno de los mejores que había pintado. “Es un modelo de traje de vagabundo no liberado, es un traje muy práctico y cómodo; como locomoción tiene tracción delantera, si levanta el bastón, se detiene; el traje se puede cerrar herméticamente por la noche, tiene una puertecilla que se puede cerrar con llave, algunas partes del traje son de madera, pero como digo, el hombre no está liberado: en un lado del traje hay un recoveco que equivale a la sala, allí hay un retrato colgado y tres libros, en el pecho lleva una maceta donde cultiva una rosa, planta más fina y delicada que las que se encuentran por esos bosques, pero necesita el retrato, la rosa (añoranza de un jardincito de una casa) y su gato; no es verdaderamente libre”.

El malabarista o El juglar, 1956.

Hay que detenerse en una pieza como El malabarista o El juglar (1956), que puede verse en la exposición en su boceto a gran escala. La escena es un espectáculo de malabares frente a un público de pueblo, todo homogéneo, hipnotizado, frente a ese juglar (representación del hombre número cinco, el superhombre según Gurdjieff) que maneja a modo de prestidigitador las bolas como la carta uno del arcano mayor. En lo que se llama un carri-coche puede verse a una mujer dormida rodeada de tres animales: un león, un carnero y un búho. La mujer simbolizaría la humanidad mecánica, rodeada por los animales que reflejan, a su vez, el centro físico (león), el emocional (carnero) y el intelectual (búho). Según Gurdjieff, el ser humano accede a una trascendencia cuando logra combinar esos tres centros que darían el ser número cuatro. El elemento que simboliza lo que tanto Gurdjieff como Ouspensky llaman “el hombre número cuatro” está en un cofre o una caja semiabierta junto al juglar: de esa caja salen unos ojos que observan la escena de una manera inquietante. Según estudiosos de la obra de Varo ese elemento se refiere al proceso de auto-observación, justamente el hombre número cuatro. Parece uno de esos viejos que aparecen en la película Mulholland Drive, de David Lynch. Ese elemento (la mirada que observa) aparece varias veces en la obra de Varo: en el sujeto de la ventana de la pintura Encuentro (1959), que tiene una clara resonancia con De Chirico, en el gato en el hueco del piso en Mimetismo (1960), o la multiplicidad de ojos y caras a las que les habla el sujeto de Internado ambulante (1962).

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