La exposición “Fauna del país”, en el Museo Moderno, revela las obsesiones y el terror cotidiano que palpita en la obra de Mildred Burton.
DIEGO ERLAN

En un viejo título de la Editorial Ameghino, El juicio de los animales, el escritor Jorge Ledesma incluye a la artista plástica Mildred Burton como personaje de uno de sus textos. Ella, que ilustró el volumen, le había contado una anécdota de cuando era chica: con el hermano les sacaban las patas a las arañas. Una vez, en sueños, las arañas la habían condenado a morir en una red mientras le comían primero las piernas y luego los brazos. Y así supo retratarse ella, Mildred, con esa imaginación potenciada por los sueños y las pesadillas y ese universo secreto que suele esconder la realidad. La noche del jueves que inauguró la exposición Fauna del país, de Mildred Burton, en el Moderno, fui testigo de una escena que bien podría haber sido retratada por la artista. Estaba en una esquina, en espera de que el semáforo se pusiera en verde, y una mujer engalanada en un vestido con flores amagó con cruzar la calle. La humedad crecía y la mujer puso un pie en el pavimento y descubrió que algo se movía. Algo negro y enloquecido. De repente vio otra cosa que se movía de igual modo cerca de sus sandalias. La mujer levantó el pie, volvió sobre sus pasos y subió a la vereda. Advertí el gesto de la mujer. Subió a la vereda porque un nuevo punto negro con antenas se movía alrededor de sus pies de uñas pintadas. La mujer dirigió sus ojos al piso y acompañé su mirada hacia lo que había descubierto: en la alcantarilla había tres, cinco, diez cucarachas perfectamente visibles que entraban y salían de ese pozo oscuro iluminado ahora por las luces de los autos. Advertí su turbación. Esas cucarachas lograron convertir una situación habitual en la esquina de un semáforo en una viñeta de horror. Fue una escena espantosa que revelaba todo lo que habita en la oscuridad de las ciudades. Relacioné ambas escenas porque el montaje de Fauna del país es el de una casona antigua, empapelada con flores muy parecidas a las del vestido d ela mujer y decorada con muebles antiguos y retratos que parecían de una época detenida. En su mayoría, retratos de colores pastel, y como si tuvieran un murmullo entrecortado, un trazo suave y preciso con escenas monstruosas e inquietantes.

El hermoso catálogo de la exposición incluye un cuento inédito de Mariana Enríquez (“Millie”) escrito a partir de las pinturas de Mildred Burton. La historia de un fantasma que se pudre y habla y se pelea con su hermana, Millie, esa artista que conoce “el lenguaje de las cosas y de los animales” y pasa las tardes de calor encerrada en su habitación, con el ventilador encendido, dibujando su autorretrato, convencida de que ella, algún día, se convertirá en pájaro. La literatura de Enríquez encuentra en las pinturas de Mildred una potencia imaginativa que nutre toda su cosmogonía. Algo brilla en ese “Autorretrato. Cacatúa con loros”, pintado por Mildred Burton en 1991, al que se refiere el cuento. Algo brilla, digo, y son los ojos. Al recorrer la exposición se encuentran dos recurrencias. Primero los animales, desde luego, esos tigres borgeanos y míticos, esos pescados apoyados en la mesa de un comedor o esos cascarudos que gravitan sobre la cara de una mujer impasible. La otra recurrencia es la deformación en los ojos. Sea una deformación evidente (ojos machucados o bien pudriéndose) o la luminosa y a la vez nefasta mirada de personajes que podrían dedicar sus días a torturar personas o a ser fanáticos mormones. Las obras de Burton atesoran en la mirada el enigma de la imagen. Como si cada uno de los personajes fueran dos personas. O algo oculto empezara a revelarse desde su interior. ¿Quiénes somos? ¿Qué somos? ¿Qué monstruo nos habita?

Nacida en Paraná, Entre Ríos, en 1942, Mildred Burton realizó su primera exposición en 1972 y siete años más tarde, en 1979, su obra se vio en el Museo de Arte Moderno como “Postfiguración”. Jorge Glusberg entendía que la originalidad de esta artista consistió en tejer las combinaciones más insólitas y a la vez poéticas, pero a partir de un examen crítico y no de un mero juego de azar. Admiraba a Max Ernst y a René Magritte, pero no le interesaba el “automatismo psíquico” que agitaba la escuela surrealista de París para impugnar lo establecido desde (y con) lo imaginario sino que partía de la realidad y era en la realidad misma donde escarbaba hasta encontrar lo detestable. En Burton hay, como observa Glusberg, un oficio minucioso y un corrosivo humor negro. Burton combinó las referencias más variadas: la tradición inglesa de las artes decorativas del siglo XIX, como el movimiento Arts & Crafts, el surrealismo de Max Ernst y René Magritte, y el realismo político de la pintura argentina de los años setenta y ochenta. Pero sus referencias más perdurables, como se explica en el catálogo de esta muestra, fueron la literatura fantástica y los cuentos populares infantiles, a partir de las cuales creó una gran novela visual sobre el ámbito familiar y sus conflictos.

Al final de sus días, junto a sus veinte perros, una tortuga y una paloma, vivía en una casona que se caía a pedazos en La Boca. En diciembre de 2001, sus vecinos le habían regalado una lata de puré Cica que habían robado en los saqueos a los supermercados. Mildred conocía la indigencia económica y también la indigencia emocional. Durante años había cantado en cabarets, como El Dragón Rojo, para conseguir algo de dinero. A fines de los noventa decía que había transitado el borde, que había estado internada en varios centros de salud mental con diagnósticos como desdoblamiento de personalidad, síndrome esquizoide y paranoia. Ella consideraba que el ser humano es muchas personas al mismo tiempo y que nos comportamos de manera distinta según la persona que tengamos enfrente. “Lo peligroso –advertía– es cuando eso se te escapa. A veces pienso que puedo terminar en la locura total y en el suicidio. Cuando llega la noche y estoy sola en casa, con todos mis perros, antes de que el sueño me venza siento que entro en la tragedia. Tengo pesadillas espantosas y vivo en un mundo paralelo insoportable. Mi sueño es un infierno todos los días, hasta que logro salir a las seis y media o siete de la mañana y voy a pasear a los perros. Antes podía no dormir, pero ahora me canso más. Cada día lo termino hecha pedazos y mi vida consiste en manejar los pedazos. Sé que tengo un cierto grado de locura, pero lo enfrento”. Algo en la escena de la mujer en la esquina le hubiera hecho gracia a Mildred.