La gran estafa

Los libros del filósofo coreano Byung-Chul Han se comercializan como una especie de “cura” a los males occidentales. En ese contexto, su figura es, a la vez, repulsiva y cautivante.

GUILLERMO GOICOCHEA


Si los libros, como bien dice el poeta Jean Paul, son “voluminosas cartas que enviamos a nuestros amigos”, los textos de Byung son, por su brevedad y ligereza, simplemente tuits. Su éxito en ventas (y lo que lo ha puesto “de moda”) se basa en una especie de acumulación de keywords que le aseguran ser un trending topic con abultadas cantidades de likes. Ha comprendido perfectamente la lógica algorítmica de las tendencias, la instantaneidad y la caducidad de su vigencia: Byung no se toma (o, mejor dicho, no puede tomarse) un año para escribir un libro; cumple escribiendo cinco o seis para mantenerse en la cima de la industria cultural.
En cierto modo, tres tropos típicos de “seguimiento” comunicacional tuiteros permiten comprender este singular fenómeno contemporáneo: Follow Followers (seguir las lecturas de aquellos que leen a Byung), Follow Friends (seguir el listado de autores que lee Byung) y Follow Lists (armar listas de textos de interés, por ejemplo: la bibliografía citada por Byung). Pero es la brevedad y la estrechez de los textos food-for-thought de Byung lo que los vuelve fácilmente digeribles por una civilización adicta al fast-food, una sociedad obesa y ansiosa por consumir(se) rápido (en) los temas del menú diario. Autoexplotación alienada, falsa transparencia, tibia apatía, depresión de clase acomodada, narcisismo hiperbólico, presencia en redes superyoicas, cultivo de jardines son sus keywords y hashtags de referencia: un listado de temas tan deprimentemente europeos que ya provocan muecas de fastidio entre académicos y sonrisas irónicas entre psicoanalistas. Y la solución recurrente será en efecto la de apelar al infalible gesto cargado de exotismo académico europeo desde el siglo XV: el orientalismo. Un coreano, doctorado en Friburgo con tesis sobre Martin Heidegger, afiliado al club filosófico de Peter Sloterdijk, se apresta a esclarecer(se/nos) sobre budismo zen. Y para esa tarea recurrirá, previsiblemente, a una playlist de lugares comunes: la religión, la muerte, la nada, el vacío, todos oriental topics que suponen, contra la cultura sustancial de Occidente, su “ausencia”.

Byung Chui Han en el CCCB de Barcelona / FOTO: ELISENDA PONS


Pero antes de entrar en el libro conviene describir la escena mitificada de su escritura en manos de un personaje al que la mayoría de sus lectores toma por un gurú tecno-filosófico que ha conseguido escapar al control de su pensamiento y a la alienación paranoica de la psico-política imperante, como una suerte de profeta del presente que, desde ese paraíso etéreo en el que vive sin teléfonos, sin redes sociales, sin dar notas y cultivando día a día un jardín privado en Berlín, pontifica sobre las condiciones de esclavitud en las que está inmerso el resto de los mortales. Casi una caricatura que es, al mismo tiempo, repulsiva y cautivante: dos rasgos que también podrían caracterizar a esas homilías de pobreza conceptual, de poca creatividad y de repetición de lecturas, teorías, síntesis, críticas y argumentaciones ya leídas en la tradición a la que él mismo se remite; como si uno pudiera acceder a leer los digresivos apuntes de un alumno aturdido en un seminario de Sloterdijk sobre pesimismo tecnológico o en una conferencia de Heidegger a propósito de la pregunta sobre la técnica.

Filosofía del budismo zen, el ensayo que Herder dudó trece años en traducir al español (primera edición en alemán es de 2002), da cuenta de ese aturdimiento. Byung intenta en él una “reflexión filosófica” (dentro de un registro discursivo estrictamente lógico y paradigmáticamente occidental) para analizar y hacer comprensible el zen. El resultado está lejos de ser exitoso. A pesar de hacer desfilar la fuerza filosófica-espiritual del zen desde los nombres de Dogen, Linchi, el Biyan-lu, Basho, Buson, Issa y Shiki, montándola sobre la red de pensamiento filosófico occidental (de Platón, Fichte, Hegel, Leibniz y Eckhart a Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger), su esfuerzo es a la vez admirable y grotesco. El ejemplo paradigmático de ello es sin duda el intento, epistemológicamente insostenible, de ligar la especulación reflexiva del zen expresada en un koan con una cita del Heidegger de la kehre.

Byung intenta una “reflexión filosófica” para analizar y hacer comprensible el zen. Y el resultado está lejos de ser exitoso.

Pero mucho más excesivo y fingido son las consideraciones de los “críticos” que proponen que “indirectamente” el texto ofrecería una “salida”: dando a entender que podría aplicarse “la receta zen” como vía de “superación” al capitalismo tardío. Semejante interpretación sólo puede atribuirse a la ignorancia total o a las simples malas intenciones. No sólo porque desconoce veinticinco siglos de oposición entre trascendencia/Occidente e inmanencia/Oriente; también porque reduce y simplifica grosera y obscenamente, en la oposición superficial, aquello que en efecto desconoce tanto de su propio paradigma como del que le es ajeno (ya sea oponiendo la cultura de los memes, los ubicuos mensajes de WhatsApp y las series en continuado de Netflix a “la práctica del zen”; o empleando los saberes occidentales de la poética y la semiología para explicar algo como “El mundo está enteramente ahí, en una flor de ciruelo”; o proponiendo como salida a la inflación neoliberal del lenguaje la austeridad del haiku; o creyendo y haciendo creer que al individualismo neoliberal se lo cura desde el no-ser y no-echar-raíces en el vacío del zen). Según Bodhidharma, la enseñanza del budismo es “una tradición especial fuera de los escritos, independiente de la palabra y de los signos escritos; mostrar inmediatamente el corazón del hombre, mirar la propia naturaleza y llegar a ser Buda”. Lo adverso a la charlatanería de la teoría y al cotorreo del lenguaje inflado configuran así la fuerza interior de la transmisión del zen (si es que algo como “transmisión” fuese posible en el zen). Por suerte, para escapar a la indigencia, la estrechez y la falta de practicidad del lenguaje, todavía hay otras opciones: la primera de ellas devolverle valor y sentido al silencio.

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