Sexo, psicoanálisis y escándalo en Wilhelm Reich, el científico obsesionado con el orgasmo
DIEGO ERLAN

La danza del sexo: Jacob Horner siempre supo que ahí estaba la clave. Lo decía en 1955, o al menos ese es el año en que transcurre parte de la novela El fin del camino, de John Barth, que Horner protagoniza. Una suerte de predecesor de Alexander Portnoy, este displicente profesor de gramática consideraba que todo el vaudeville del mundo, ese “mareante circo de la historia”, es sólo (y nada menos) que un baile de disfraces para formar parejas. “¿Qué mejor que suponer que los dictadores queman judíos y que los hombres de negocios votan a los republicanos, que los timoneles conducen barcos y las damas juegan al bridge, que las muchachas estudian gramática y los muchachos ingeniería apremiados por el genital absoluto?” Incorrecto, irónico y con un ácido sentido del humor, a este antihéroe imaginado por Barth lo tranquilizaba pensar que el “pobrecito coito”, sin más, “levanta ciudades y monasterios, crea párrafos y poemas, carreras a pie y tácticas de batalla, la metafísica, y la hidropónica, los sindicatos y las universidades”. Y le encantaría encontrarse con algún extraterrestre para explicarle la cuestión: “En nuestro planeta, señor, los machos y las hembras copulan. Además, gozan al copular. Pero, por variadas razones, no pueden hacerlo cuándo, dónde y con quién desean. De ahí toda esa agitación que usted observa en el mundo?” El fin del camino fue una novela de culto que abordaba la infidelidad y las relaciones de pareja y agitaba en su base la idea del amor libre que diez años después impulsaría el flower power del hippismo a partir de un poema de Allen Ginsberg. Más allá de ubicarla en ese mapa, esas preguntas que se hace Horner se publican por primera vez en 1958. No debe ser casualidad que un año antes hubiera muerto Wilhelm Reich.

Disidente y personaje controvertido en los círculos psicoanalíticos, algunos lo veneraban en secreto, otros lo rechazaban. Algunos lo consideraban un revolucionario, otros nada más que un demente, un charlatán, pero Wilhelm Reich se consideraba un verdadero científico. Alguien que asumió riesgos porque sabía que nadie lo comprendía. “El hombre está desvalido cuando carece de conocimiento”, entendió. “Esta impotencia nacida de la ignorancia es terreno fértil para la dictadura”. Consideraba, además, que un orden social no puede ser llamado democracia si tiene miedo de plantear cuestiones decisivas, o de encontrar respuestas inesperadas.
Nacido en 1897 en la ciudad de Dobzau, la antigua Galitzia autro-húngara, hoy perteneciente a Ucrania y denominada Dobrianichi, Reich pertenecía a una familia judía y desde chico, según la mistificación que construye en sus diarios, se interesó por el sexo fuera de la norma: según anota, a los cuatro años habría acosado a una criada, a los once habría tenido su primera relación sexual y a los quince visitó por primera vez un burdel. Admite, además, que desde siempre había tenido fantasías sexuales con su madre y a los doce años, encima, descubrió que ella era amante del tutor que lo educaba en casa. La escena se vuelve trágica cuando el preadolescente le comenta esta situación al padre, un personaje frío y por demás celoso, que empieza a golpear a su esposa hasta empujarla al suicidio. Reich combatió en la Primera Guerra Mundial y se recibió de médico en 1922. Supo de la existencia del psicoanálisis en enero de 1919, durante una conferencia a la que asistió y en la que circuló un trozo de papel donde se planteaba la necesidad urgente de un seminario sexológico. Era lo que Reich buscaba. Había ocho estudiantes de medicina y él era uno de ellos.

Dos meses más tarde de aquel seminario, anota en su diario: “Quizás es mi propia moralidad la que se opone. Sin embargo, por mi propia experiencia y por cuanto he podido observar en mí mismo y en los demás, estoy convencido de que la sexualidad es el centro en torno al cual gira tanto la vida social como la vida interior del individuo”. Pronto resaltó entre los seguidores de Freud. Coincidía con él en la importancia de las pulsiones sexuales en la dinámica psíquica, pero Reich consideraba aún más profundo el papel social de la sexualidad, así como el problema de la represión y el autoritarismo. Al principio, Freud estimó al joven pero enseguida advirtió que este muchacho elaboraba teorías demasiado personales en claro contraste con su doctrina. No había lugar para personajes como él. Luego de la salida de La función del orgasmo (la primera versión es de 1927), Freud opinaba que Reich era “un joven valiente pero impetuoso dedicado con pasión a su idea fija, que ve en el orgasmo genital el antídoto contra cualquier neurosis”. De esta manera, para Freud, Reich menospreciaba la complicada naturaleza de la psiquis.

En verdad, Reich entendía que la salud psíquica depende de la potencia orgástica, o sea de la capacidad de entrega en el acmé de excitación sexual durante el acto sexual natural. La enfermedad mental, entonces, sería el resultado de las perturbaciones de la capacidad natural de amar. Por lo tanto, las investigaciones innovadoras y por lo general contrarias a los procedimientos del psicoanálisis, lo llevaron a entender las perturbaciones psíquicas como resultado del caos sexual originado por la naturaleza de nuestra sociedad. Reich habla de una “angustia de placer”, que sería el terreno sobre el cual el individuo recrea las ideologías negadoras de la vida que son la base de las dictaduras. Los seres humanos, entendía, han adoptado una actitud hostil a lo que está vivo dentro de nosotros mismos. Este enajenamiento no tendría, según él, un origen biológico sino social y económico. Y para revertir esta situación promovía la terapia del orgasmo.
Las investigaciones de Reich se basaban en la energía de la libido de la que hablaba Freud. Sospechaba que tal vez estuviera basada en un sustrato material, eléctrico o químico. Con esa inquietud, en 1935 empezó a trabajar en una serie de experimentos donde conectaba a algunos voluntarios a un oscilógrafo para monitorearlos mientras llevaban a cabo varias actividades sexuales como masturbarse, tocarse entre ellos y besarse. Este tipo de curiosos experimentos, sumados a su idea de intervención del terapeuta con el objetivo de romper la “armadura muscular” de los pacientes, lo alejaron cada vez más de la comunidad científica, quienes comentaban los resultados con tono mordaz. Por razones políticas (huyendo del nazismo) o para encontrar espacios donde sus investigaciones tuvieran algún tipo de aceptación es que primero viajó a Dinamarca y luego a Noruega. No resistía demasiado tiempo. Pronto era rechazado, negado, echado y perseguido. En 1939 recibió la invitación de Theodore P. Wolfe, un profesor de psiquiatría de la Columbia University, para viajar a Estados Unidos y continuar con sus polémicas investigaciones. Permaneció allí hasta 1941. Enseñaba en la New School de Nueva York y fue el momento en el que desarrolló una de las teorías más importantes de su carrera: la del orgón.

Con ese nombre que parecería sacado de una serie como Stranger things, Reich llamaba a una especie de energía cósmica omnipresente, cuya carencia en el interior del cuerpo humano sería el origen de enfermedades y molestias. Tenía que demostrar la existencia de esa energía y con ese objetivo utilizó unas jaulas de Faraday para construir sus “acumuladores orgónicos”. Parecían cabinas de teléfono construidas con fibra de vidrio y chapa, con una pequeña ventana, donde los pacientes debían sentarse desnudos. Reich había experimentado primero con plantas y ratones pero necesitaba hacerlo con seres humanos.

No esperó tener ninguna licencia. Lo hizo de todos modos, con sujetos enfermos con tumores o que padecían esquizofrenia. Incluso le propuso a Albert Einstein que se metiera en uno de estos acumuladores orgónicos. Luego de insistir lo logró pero Einstein no encontró en el experimento validez alguna. Expulsado de la New School por sus experimentos no autorizados, perseguido por el FBI por considerarlo un espía, Reich se recluyó en una vieja fábrica que compró en Rangeley, Maine, a la que bautizó “Orgonon”. Allí siguió con sus obsesiones. En esa vieja fábrica llegó a construir 250 acumuladores orgónicos. En 1951, Reich creía haber descubierto una nueva forma de energía orgónica, esta vez nociva, a la que llamó Radiación Orgónica Mortal. Construyó un nuevo instrumento orgónico que, en vez de acumular energía, debería dispersarla: lo llamó “Cloudbuster”. No faltaba demasiado para que Reich cayera en la paranoia. Creía que Dwight Eisenhower lo defendía con aviones y que el planeta estaba siendo invadido por ovnis. Atrincherado en Orgonon disparaba al cielo con su “Cloudbuster” con la intención de dispersar la ROM de los extraterrestres. Nunca comprobó que su aparato funcionara. O sí. Cada vez que disparaba, al día siguiente empezaba a llover. Murió el mismo día en que la perra Laika fue lanzada al espacio en el satélite Sputnik. Reich fue enterrado en Orgonon. Nadie escribió su obituario.