Las puertas infinitas
En Las diez puertas (blatt & ríos), Elvio Gandolfo lleva al lector con libertad absoluta a través de diez textos difíciles de clasificar
FLAVIO LO PRESTI

Las diez puertas tiene algo de sorpresa paradójica: sereno, como el efecto de un boxeador sin punch pero con una fina capacidad de demoler a los rivales, el libro va creciendo montado sobre el saber de narrador de Gandolfo (ganado en más de cinco décadas de ejercicio) y a pesar de un comienzo errático (un cuento-chiste inspirado en un título de Charly García sobre un accidente de salud que condena al protagonista a arrastrarse “del baño al living”) termina dejando en el lector la sensación de que ha asistido a un par de lecciones.
La primera, la de desarmar casi cualquier preceptiva de las formas breves. Gandolfo (que lo ha leído todo y que es casi una coctelera de influencias que van de Hebe Uhart a Ballard pasando por Bruno Schulz y agregando cualquier nombre posible) no persigue casi ninguna de las soluciones formales que asociamos a un texto que se extiende entre las cinco y las veinte páginas, sino que asistido por un estilo personalísimo, preciso, por momentos omniexplicativo, parece ejercer una cualidad angélica e inhallable: hace lo que se le canta. Es extraño el modo en que los escritores, que se dedican a una tarea muy poco vigilada e incluso atendida, casi completamente solitaria, no se den cuenta de la libertad de que pueden gozar (la idea no es mía): en Las diez puertas, Gandolfo funciona como contraejemplo de esas constricciones.
Así, algunos textos pueden ser esquirlas de un gran cataclismo (una guerra nuclear vista a través de la desintegración de Uruguay, y enfocada a través del drama de una mujer-médica que trata de resucitar a un padre asesinado; la destrucción de la Argentina que conocemos vista a través de la vida de un adolescente surfer en un Paraná liberado y reprimitivizado), o restos de relaciones (como en el dístico conformado por Silvia y el espacio y El tiempo y Torres) o la distinta entonación que asume una felación a lo largo de los años, o la recurrencia de un amor incumplido, o lo que ocurre en la morada de Dios, o la melancólica carta personalísima a una madre nonagenaria. Casi ninguno de esos textos parece apuntar al final conclusivo que es propio de las variantes más tradicionales del género, pero tampoco parecen descansar en la tensión asociada a un objeto escondido, o faltante, a esa suerte de histeria del narrador. De hecho, es difícil encontrar otra constante formal que no sea la plasticidad un poco abstracta de la lengua que Gandolfo ha sabido construir con el paso de los años.

La otra gran lección es un poco menos fácil de describir, y consiste en el valor y la inteligencia con que Gandolfo asume el trato con lo que en tiempos muy antiguos, los humanistas llamaban Grandes Temas. Los grandes temas de Las diez puertas son el paso del tiempo, la inevitabilidad de su linealidad, la muerte: Gandolfo los encara con una vasta paleta de recursos emocionales: la puñalada honesta y hermosa de Querida mamá (en donde parece ajustar cuentas con su madre después de haberle rendido a su padre ese homenaje extraordinario que es Filial); la suave ironía, no exenta de piedad y hasta de reserva, con que registra la lucha que Aline (protagonista y actriz de reparto en dos de estos cuentos) sostiene (mediante cacharros new agers) con el misterio del universo; hasta la presencia notable del amor como un sentimiento inevitable y paliativo, afectado por desencuentros y surgido de las relaciones entre los hombres, analizado a veces con ironía y a veces con ternura (como en el pasaje vibrante en que cuenta la primera vez en que alza a su nieto). Me doy cuenta de que esta reseña puede dar la impresión de estar frente a un libro total, que desborda el contenido posible de sus ciento cincuenta páginas, y es así: diez puertas son, quizás, infinitas puertas.