Todos los Arguedas

A 100 años de su nacimiento Estruendomudo recupera, en una edición conmemorativa, dos de sus novelas más emblemáticas: Los ríos profundos y El zorro de arriba y el zorro de abajo. Retrato de un escritor siempre oculto, errático, inclasificable e ineludible para pensar la literatura del boom

FERNANDO KRAPP
Plaza Mayor de Lima

Tres días antes de pegarse un tiro con un arma que había conseguido durante su estadía en Chile, José María Arguedas le escribió a su editor argentino, Gonzalo Losada: “Algún día los libros y todo lo útil no serán motivo de comercio lucrativo en ninguna parte”. Escribirle una cosa así a un editor suena raro. Por lo general, los escritores son un poco más condescendientes, menos viscerales; más olfas. Aunque leyendo la obra de Arguedas, sus cambios con respecto a la prosa, al uso de las palabras, a los temas y la visión del mundo que despliegan sus personajes, se entiende un poco más la postura tan contradictoria que mantuvo durante gran parte de su vida, no solo en relación a su editor y las posibilidades de publicar, sino a su propia condición de clase.
José María Arguedas nació en Andahuaylas, un pueblo de la zona andina, o como lo llaman los residentes, serrana. Así como en la Argentina se sigue hablando de la diferencia entre federales y unitarios, Perú tiene una dicotomía parecida entre serranos y costeños. En la sierra se asienta la tradición quechua, indígena, con una cosmovisión distinta de la de la costa, marcada por la modernización de la urbe, la “occidentalización” puesta en foco sobre el mar, que siempre trae noticias nuevas y lejanas. Como gran parte de la población andina, después de la modernización del Perú, en las décadas del veinte y treinta, Arguedas migró a la costa. Allí estudió antropología en la Universidad de San Marcos, donde se deslumbró con la obra de José Carlos Mariátegui, y fue encarcelado por marxista (experiencia que volcaría en su notable novela El sexto ,de 1961, nombre del penal donde estuvo alojado, y única novela que transcurre en la costa), y donde desarrolló también, gran parte de su producción escrita.
Como todo escritor inexperto, Arguedas buscó al principio una forma literaria que sintetizara su propia visión del mundo, de herencia quechua: encontró y forjó sus primeras herramientas en la denominada corriente indigenista. Publicó algunos relatos, y sus primeras novelas, Agua (1935) y Yawar fiesta (1941), en cuyo prólogo aseguraba que el castellano era el “medio de expresión legítimo del mundo peruano de los Andes; noble torbellino en que espíritus diferentes como forjados en estrellas antípodas, luchan, se atraen, se rechazan y se mezclan”. Se deja entrever ya que el indigenismo escondía una trampa: al prestarle una voz narrativa a una cultura sin medios escritos (la quechua fue una cultura de transmisión oral), al llenar moldes narrativos con palabras indígenas, la novela no dejaba por ello de tener matriz europea. El indigenismo como denuncia no le sirve porque la novela termina siendo un muestrario, y cae en su propia contradicción, que reflejaría en su novela más famosa, Los ríos profundos (1958).

¿Quién se toma el trabajo de leer a José María Arguedas por afuera de los programas de literatura Latinoamericana? Probablemente nadie. Lo extraño es que una novela como Los Ríos Profundos, por ejemplo, de haber sido escrita en Estados Unidos por, supongamos, Tobias Wolff o John Williams, hoy sería celebrada, o rescatada, como una obra maestra desconocida, oculta. Y no nos comeríamos ninguna curva al leerla. Nos encontraríamos con un libro hermoso, un personaje potente llamado Ernesto que no tiene nada que envidiarle a los adolescentes neuróticos y malcriados de Salinger. Personaje que también está cortado por la misma tijera de Julien Sorel en Rojo y Negro. Conflictivo, intempestivo, acelerado, tierno, durante mucho tiempo se leyó a Ernesto como el síntoma de una contradicción cultural, entre la herencia hispánica y la incaica (fogoneado por las lecturas de Julio Ortega y de Antonio Cornejo Polar, en un gran libro llamado Escribir en el Aire); leído hoy, a cien años del nacimiento de su autor, Ernesto es uno de los retratos más certeros y bellos que se han escrito sobre la adolescencia y el fin de la inocencia, un retrato que no cae en lugares oscuros, que no cae en la facilidad de etnografiar ritos de masculinidad añejos ni vetustos, o en la desidia de reflejar, con el amparo de una mirada macroeconómica, a los desclasados hijos de la clase media latinoamericana.

En Los Ríos profundos Ernesto se pregunta “¿Qué es, pues, la gente?”. La pregunta es obviamente retórica y atraviesa, de rebote, al sujeto latinoamericano. ¿Qué es, pues, la gente en Latinoamérica? Indios, inmigrantes, pongos, mestizos, criollos, negros; cuantas más categorías haya para designar a la gente como si fueran castas, Arguedas más se ahoga en su propia imposibilidad de abarcarlas todas, de encontrar una misma afinidad nacional que las unifique y las funda en un mismo programa político de país, es decir, más se ahoga en su búsqueda de una estética literaria acorde con esta urgencia. Algunos años después, cuando el proceso modernizador arrastrara a los campesinos de las sierras hasta la costa, y se modificara la fisionomía de la capital peruana por la gentrificación desordenada y anti democrática, un joven y talentoso Mario Vargas Llosa cambiaría el eje de la pregunta en Conversación en la Catedral, el pico de su carrera como novelista: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”.

Arguedas entiende que para escribir en “el Perú” tiene que crear una lengua que abarque todas las lenguas del Perú, una lengua nueva que sintetice aquella sentencia proustiana: todo escritor escribe siempre en una lengua extranjera. Es esa la tensión que esconde su narrativa, y hace eclosión en su novela más ambiciosa, Todas las sangres (1964), que, como lo indica el título, trata de dar cuenta de la enorme variedad étnica y lingüística que confluyen en el Perú como un delta humano. Sin embargo, como todo río que llega a un delta, el sedimento lo arrastra, subterráneo, con una fuerza irracional. El tiempo gana la partida; el Perú sigue fragmentado, la estratificación amplía aún más sus brechas. Los escritores urbanos migran a Europa, se inicia un proceso de destierro, de errancia; de escritores, para ponerlo en términos de Julio Ramón Ribeyro, “apátridas”. La pregunta de Vargas Llosa cobra dimensión: ¿En qué momento se jodió Latinoamérica? 

Después de cinco años sin escribir, Arguedas llegó a la conclusión de que ya no es posible ni la idea de confluencia (menos la de convivencia), ni siquiera aún de coexistencia entre las dos realidades, y después de poner punto final a su última obra, El zorro de arriba y el zorro de abajo,probablemente una de las más hermosas y desgarradoras autobiografías escritas en nuestro continente, le puso fin a su vida en 1971.

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