Los cineastas sueñan con trencitos eléctricos

El cineasta chileno lee dos novelas que giran en torno a los festivales de cine, la inmadurez y el sentido del fracaso en el arte

JAVIER ZORO

Poco después de hacer Citizen Kane, Orson Welles dijo que el cine era el tren eléctrico más fabuloso con el que un niño podía soñar. Esa constatación podría ser el epígrafe de los dos libros que extrañamente llegaron a mis manos esta semana y que con diversos matices comparten una misma tesis: el mundo del cine está compuesto por niños eternos, gente crónicamente inmadura.¿Es cierto? ¿Pueden haber profesiones u oficios que admitan –o incluso, valoren- el infantilismo de sus miembros?
Es algo paradójico que, después de ese dicho, el niño prodigio y precoz de Hollywood chocara una y otra vez con las castradoras tijeras de Papá RKO y, así, sucesivamente con distintos padres putativos de la industria cinematográfica. La obstinación de Welles lo llevaría a convertirse en uno de los patronos del cine independiente y, por eso, yo propongo su infantil sentencia como epígrafe compartido de ambas novelas, Festival de César Aira, que ya cumple 10 años desde su publicación, y Hotel Tandil, debut literario del crítico y cineasta chileno Andrés Nazarala, de reciente aparición en librerías porteñas. Ambas tienen la particularidad de centrarse en esa minúscula –y tal vez inútil y tal vez noble- porción del universo que es la del así llamado cine independiente. ¿Niños que quieren gobernarse a sí mismos? ¿Niños rebeldes?

Empecemos por Aira, quien hace algún tiempo señaló que sus obras podían considerarse “juguetes literarios para adultos”. Festival, por lo pronto, calza en la definición. Aira no pretende definir qué sea el cine independiente (ese podría ser un ejercicio filosófico adulto), más bien describe el funcionamiento de un festival que promueve ese tipo de cine en una ciudad muy parecida a Buenos Aires. Algo así es esa especie de disparatado cómic aireano que gira en torno al invitado principal del festival, Alec Steryx, un director belga de culto, “el Antonioni del espacio exterior, un nuevo Meliès”, a quien se le dedica una completísima retrospectiva y se lo nombra director del jurado. Todo se vuelve un gran misterio porque Steryx llega con su madre nonagenaria, que lo acompaña para todos lados con su paso de tortuga rezongona y no le permite llegar nunca a tiempo a las películas, presentaciones, fotos, Q&A, cócteles, etc. En un momento, un reconocido crítico llamado Pepito Heliotropo hace pedazos al belga y, de paso, al festival, por gastar casi todo el presupuesto anual de la Cinemateca en traer a semejante charlatán, al que solo pueden ir a ver sólo una manga de adolescentes descerebrados, alienados por los videogames inspirados en las películas sci-fic del belga. Cabe destacar que Pepito Heliotropo es un crítico serio, mesurado, maduro. Por consiguiente, la magnitud del escarnio público lleva a que el Director del Festival, preocupado y deprimido, consulte al Ministro de Cultura, quien le quita toda importancia al asunto dejando entrever, aunque sin decírselo textualmente, que desde el Ejecutivo los veían “como niños entreteniéndose inofensivamente con sus juguetes, y a sus querellas como parte del juego, un griterío por nimiedades ante el que los adultos sólo podían sonreír”. La novela-juguete de Aira cuestiona los cimientos sobre los cuales se soportan las políticas culturales del presente, como si estuviera transcribiendo una genealogía foucaultiana del poder y del espectáculo en clave de cómic.

En Hotel Tandil, de Andrés Nazarala, se describe el mismo mundo del cine independiente pero desde dentro, desde una posición que es, a la vez, interior y periférica dentro de ese círculo. Y si hablamos de círculos, podríamos situarlo también al protagonista de Hotel Tandil, denominado kafkianamente como A., en la profundidad infernal de los cineastas que fallaron en su ópera prima y no lograron hacer carrera, pese a que obstinadamente no abandonan su intención de volver a filmar. En este círculo de testarudos y quijotescos todo parece señalar que es hora de dar un paso al costado, salir del Hades sentando cabeza; pero, aunque se den cuenta, no hay caso: “mi inmadurez de tratar de ser cineasta cuando mi generación está planeando su jubilación” –se dice a sí mismo A. mientras teoriza sobre su fracaso matrimonial y subsiguiente escape a Buenos Aires para hospedarse en un hotel de cuarta sobre la avenida de Mayo.
Hotel Tandil es un breve relato de autoficción que transita libremente entre el ensayo y la novela, y donde su protagonista, A., está obsesionado, como un Dante de los submundos cinematográficos, en relatar las vidas y obras de lo que denomina “el club del fracaso”. En un estilo heredero del Bolaño de La literatura nazi en América, elabora un compendio de cineastas tan desconocidos, fascinantes, faltos de talentos, psicodélicos, excesivos, desadaptados, repulsivos, hermosos y/o trágicos, como Rick Schmidt, Laz Rojas, Iván Zulueta, Ed Wood, Pierre Clementi, Timothy Carey… Una serie de nombres que probablemente no le digan nada ni siquiera a los que se precien de cinéfilos, pero cuyos retratos vuelven más real y más entrañable a nuestro protagonista, A., quien ha reinventado a estos beautifulloosers por los que nadie pagaba un peso. Mejor dicho, la novela-ensayo de Nazarala opera una resignificación del concepto de fracaso, sobre todo a partir del encuentro que tiene A. con el cineasta de Ituzaingó, Raúl Perrone, quien probablemente sea el verdadero protagonista y héroe de la novela. 

Andrés Nazarala

Tal vez la visión del cine –y del mundo- de Nazarala pueda condensarse en un episodio vivido por su protagonista en la infancia. El pequeño A. va junto a su padre a una juguetería llamada Niñolandia, en su natal Viña del Mar, “un paraíso infernal de dos pisos donde las muñecas observan fijamente como si fuesen policías”. Son los tiempos de Pinochet en los 80’s y el pequeño A. quiere comprar una espada láser de Star Wars, pero el precio se revela rápidamente como prohibitivo. Su papá elabora un plan alternativo, caminan unas cuadras hasta una ferretería y allí compra una escoba, una manguera gruesa y cinta adhesiva negra con la que construye un sable espacial. “Esta sí que pesa. No se ilumina, pero no importa. Esta arma podría destruir a mi enemigo. O destruir las vitrinas de Niñolandia”.   
Ambas novelas retratan con mucho humor las noblezas y miserias del cine independiente; ambas, también, defienden de alguna manera cierta inmadurez, cierta imperfección, una fascinación por lo verde, por aquello que puede fallar pero que está en movimiento, aquello que no necesariamente aspira a la sublimación y consagración de la seriedad adulta.

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