Marineros al borde de un ataque de nervios

Gran olvidada por los premios Oscars, The Lighthouse (El Faro) es la segunda película de Robert Eggers, quien había sorprendido en el 2016 con TheWitch. Acá, retoma el relato de época, cambia el formato y el escenario, para enfrentar a dos cuidadores de un faro al borde de la locura

LAURA BURGOS

A quien se entienda mínimamente el inglés le sugiero que vea The Lighthouse (porque otra forma no hay de verla sino se baja por torrent; un beso, de paso, para las distribuidoras) con subtítulos en su idioma original. Y por original me refiero a ese universo lingüístico, abstracto y anacrónico, una lengua inventada, una lengua-otra, que la película crea. Porque más que de las imágenes o de los sonidos, The Lighthouse, segundo opus de Robert Eggers después de The Witch (2016), es una película que funciona como un tratado y un poema, una mixtura de palabras perdidas y oxidadas, que lentamente van construyendo una atmósfera de terror,  de enrarecimiento y claustrofobia.
Eggers lo había hecho. Con The Witch se había basado en casos de brujería y de persecución en la Inglaterra del Siglo XVII. Con las fojas de casos judiciales logró construir un ambiente de asfixia en una familia que decide vivir en un bosque después de ser expulsados de una comunidad puritana. En su reconstrucción minuciosa del ambiente también están los modos de hablar popular de un pastor que tiene que alzar su voz por sobre la de los demonios. Sin embargo, el centro de The Witch son los cuerpos de las chicas y de los chicos. Cómo los cuerpos se van enmudeciendo y descontrolando frente a las fuerzas incontrolables y fantásticas, míticas y arquetípicas, del bosque, en un proceso de transfiguraciones en donde la palabra restrictiva y la ley dan lugar al placer y al deseo.

Robeert Eggers y Robert Pattinson

The Lighthouse le da un peso central a la palabra. Dos hombres tienen que convivir durante cuatro semanas en un lugar remoto y aislado, un peñón de piedra en donde funciona un faro para los barcos que atraviesan un canal desconocido. Las gaviotas no solo sobrevuelan como una presencia constante a los dos personajes, sino que son portadoras de historias y de fábulas, de recurrencias y de delirios. “No hay que matar nunca a una gaviota”, le dice Thomas Howard (interpretado por el genio absoluto de William Dafoe) a Thomas Wake (Robert Pattinson, sorprendente como en cada nuevo papel). Así, se sella la advertencia como en los viejos cuentos de marineros, en donde la imaginación y la palabra librada al vacío del mar construye un espejo deforme de locura.
Eggers comentó en una entrevista que, al igual que en su primera película, se basó en una historia real. Si bien en un comienzo el proyecto era adaptar un cuento de Edgar Allan Poe llamado “The Lighthouse”, el proyecto quedó trunco. Eggers decidió ir a las fuentes en las que el propio Poe se nutrió para su propio relato (gran lector de apostillas era Edgar) y así dio con la historia a los pocos días de sumergirse en viejos pasquines y diarios amarillos. En 1801, en un faro en la región de Gales, dos hombres sucumbieron a una escalada de violencia producto del aislamiento y las diferencias mutuas. Hace no mucho tiempo, corría una noticia de que en un barco ruso que atravesaba por meses los mares de la Antártida un hombre había matado a otro porque este le revelaba los finales de todas las series que se disponía a ver. Dos siglos después, el odio entre dos personas reducidas a un mismo espacio de civilidad en común.
Acá, lo que los enloquece también está asociado con la luz. Un enorme irradia un destello y parte al medio la bruma del mar, despeja las dudas y los demonios que se crían a la sombra de los cuartos, en las escaleras, las ranuras y las taperas. La trama es muy simple y sutil. Mientras que Thomas Howard dirige las normas del faro, el joven Thomas Wake llega y debe, como suele ocurrir en espacios reducidos y de poder, pagar derecho de piso. Lava, limpia, arregla los engranajes del faro. Su pasado es distinto; fue leñador en otra época. Quiere juntar plata, tener un terreno, hacerse una casa. “La misma historia aburrida de siempre, ¿no es así?”, dice Howard después de obligarlo a tomar alcohol.

Cargada de ambiciones simples, la trama se va reduciendo a unos pocos metros cuadrados. Eggart usa siempre encuadres sencillos, pocos movimientos de cámara, reencuadres recortados por un juego de luces y sombras en un blanco y negro capturado por el 35 mm en un formato de 4:30. Mientras que en The Witch la puesta en escena se movía al compás de la cámara en mano y la inestabilidad física de los personajes (algún crítico llegó a decir “es como una de los Dardenne pero de terror”), acá es el plano y contraplano lo que Eggers pretende explorar cada vez que el relato se desvía hacia una zona sobrenatural, a un coqueteo con sirenas mentales o un momento de iluminación proto sexual con la luz potente del faro que deviene en tentáculos lovecraftianos. Siempre, una y otra vez, Eggers vuelve a plano y al contraplano en un lente normal (50 milímetros, y punto), la quintaesencia del relato cinematográfico: ¿cómo contar una historia entre dos personas que se vuelven locos el uno al otro? ¿Cómo hacer atractiva una conversación entre dos que secretamente se detestan y quieren lo peor el uno para el otro? ¿Cómo mantener, una vez más, la tensión de un diálogo cuyas palabras son más certeras que el universo visual que se alza a su alrededor?
Muchos de los pasajes en los diálogos, confesó Eggers, fueron extraídos de La Tempestad de William Shakespeare y de El paraíso perdido de John Milton, pero también hay ecos de Melville (la caracterización de William Dafoe, con barba larga y sus ojos brillantes y perdidos, es igualita a la cara del autor de Moby Dick), de Samuel Taylor Coleridge y sobre todo de los relatos de horror de William Hope Hogson, con sus marineros acechados por el horror cósmico, los krakens y otras hermosas minucias. De a poco, Eggers consigue que ese collage de imágenes, recursos expresivos y maquetas y esa abundancia de palabras altisonantes converja en un punto hipnótico, se reduzca una simple intensa palabra que imanta la pantalla: odio.

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