Orígenes y actualidad del voguing, el fenómeno que convierte al baile en expresión de la política y la liberación de los cuerpos.
VICTORIA D’ARC

Es viernes. La escena transcurre en el centro de la plaza Clemente, una de las más singulares de Buenos Aires porque está plagada de vegetación autóctona del Río de la Plata y además porque se convirtió en el estandarte de los vecinos, quienes se resistieron a que el espacio se convirtiera en un shopping. En el centro, allí donde los diferentes senderos confluyen, un grupo de tres amigos enciende los parlantes ubicados en una vieja bicicleta tuneada y empiezan a bailar. No es cualquier baile: pareciera que desfilaran. Alrededor de ellos: chicos en monopatín, otros en bicicleta, el resto agotados jugadorxs de fútbol amateur que, luego del partido sobre la alfombra del Polideportivo Colegiales, toman agua en la puerta de un supermercado chino. Los tres amigos parecieran estar rodeados de luces y cámaras y una multitud que es tan imaginaria como la pasarela por la que circulan. Bailan. Así. Emperifollados en musculosas, montados en las plumas del voguing.
Lo que se conoce como voguing es una danza urbana que surgió en Harlem (Nueva York) como evolución de la cultura “ball” de 1960. Una forma de danza underground, desde luego, inspirada por las poses de las revistas de moda, por el ballet y las artes marciales, incluso por los movimientos del arte del mimo, como si esa inspiración fuera un síntoma de lo que el voguing, en definitiva, viene a denunciar, ya que es invención de cuerpos mudos que antes fueron criminalizados, racializados, medicalizados y castigados una y otra vez y por eso necesitan expresarse de esta manera. La influencia de la revista Vogue para esta cultura under estalló en los noventa con la canción de Madonna, “Vogue”, y el video dirigido por David Fincher. El movimiento de las manos, cierta mímica robótica y estrafalaria, la estética Monroe y la mirada hacia un horizonte de expectativas (como si dijeran: el futuro es nuestro aunque pueda estar muriéndome de hambre) hicieron lo suyo. Otra influencia fundamental fue que, ese mismo año, se estrenar el documental Paris is burning, donde Jennie Livingston retrata la escena drag queen de los años ochenta y pone el foco en los balls, el voguing y los sueños de esa comunidad, donde irradiaban luz personajes como Willi Ninja, considerado uno de los padres del voguing. A finales de los ochenta, cuando la alarma del sida se disparó, los gays se convirtieron prácticamente en apestados. La escena de las ballrooms (salones de baile) fue un refugio para gente que había sido rechazada hasta por sus padres. “Los concursos y desfiles eran una forma de escapismo y de autoafirmación para los miembros de aquella comunidad marginal”, explicaba la periodista Patricia Godes a Sergio del Amo en un artículo para El País. “En las balls se enaltecía la opulencia del capitalismo. Les trataban de negros, homosexuales y chusmas de barrios bajos, pero todos ellos veneraban ese mundo que precisamente les oprimía. Es una contradicción, sí, pero ese es también uno de los quids de la cuestión”, aclaró el musicólogo Raoul Gonell acerca de esa dicotomía inherente entre los feligreses del voguing.
Hace unos meses, se inauguró en el Museo Universitario del Chopo, México, la primera exposición internacional dedicada al voguing: Elements of Vogue. Es interesante conocer la propuesta de sus curadores, Sabel Gavaldón y Manuel Segade, quienes tomaron el cuerpo como un archivo político desde donde mapear las diferentes subjetividades, legados e historias que se condensan en el ballroom.
Es paradójico que a pocos metros de la escena en la plaza de Colegiales, en una de las paredes del Mercado de Pulgas, esté pegada una leyenda que agita: “Dejá la pose”. Porque la pose, justamente, articula este baile. La historia, plantea Elements of Vogue, es una sucesión coreográfica de gestos que nos vuelven legibles a los demás. Cada gesto se encadena al anterior e inscribe a los sujetos en unas coordenadas de género, raza y clase social. Identidades que se naturalizan a través de la repetición sistemática de gestos idénticos. Gavaldón y Segade plantean que, sin embargo, una pose es algo más: posar significa tomar consciencia de cómo los cuerpos hacen la historia. “Hacer una pose es lanzar una amenaza, como ya señaló Dick Hebdige a propósito del estilo en las subculturas juveniles. Por eso es importante trazar la historia de los gestos disidentes. Reconstruir la genealogía de aquellas poses que han sido lo suficientemente audaces para confrontar la norma. A esta modalidad de performance la llamaremos radical, porque abre un espacio para imaginar otros cuerpos y futuros posibles. En el performance radical se invocan subjetividades para las que aún no existe nombre y coreografías sociales todavía por venir.” De esta forma el voguing, baile popular afrolatino y queer, se revela como un caso de estudio para entender la emergencia de la pose como forma de resistencia y su capacidad para articular nuevas formaciones sociales. Elements of Vogue investiga cómo las minorías utilizan sus cuerpos para inventar formas disidentes de belleza, subjetividad y deseo. La exposición se sumerge en la historia política del cuerpo para explorar las encarnaciones radicales del estilo y la identidad que se entrecruzan en el ballroom: una cultura popular producida por sujetos afro, trans y queer durante los años dorados del jazz de los años 30, que eclosiona a partir de los años 80 entre aquellas subculturas que entretejían el Nueva York inmediatamente anterior a la crisis del sida.

La escena de los tres chicos bailando en una plaza como si estuvieran en un desfile podría suceder en cualquiera de las salas de ¿Sentiste hablar de mí?, la exposición de Sergio de Loof en el Museo de Arte Moderno, y no estarían fuera de lugar. Esta exposición antológica fue la respuesta de Sergio De Loof al interés por celebrar su impronta y su legado: y lo hizo como si fueran los eslabones espaciales de una arquitectura subterránea y a la vez faraónica, una instalación plena donde el entusiasmo se cruza con lo prohibido y lo hedonista y el vértigo del deseo, tanto en pasillos palaciegos como en obras de teatro, en una tienda que vende sus creaciones, una biblioteca y por supuesto también en un carnaval. Junto a registros de desfiles y vestimentas, ¿Sentiste hablar de mí? incluye sus diarios, una selección de materiales documentales inéditos, sus intervenciones en la revista Wipe, sus pinturas e instalaciones desde mediados de los ochenta hasta hoy. Como dice el catálogo de la exposición, “una creatividad que combina el quehacer comunitario y la expresión individual, la pobreza y el lujo, el paladar aristocrático y el gusto popular”. Esa conjunción, sumada a que Sergio De Loof fue un agitador de la noche del under en Buenos Aires, es una pata más que convierte al voguing en una expresión relevante, que hoy crece y tiene su propio ballroom en las fiestas Turbo.
Cabe trazar un linaje del universo del voguing en América latina y, pienso ahora, podríamos relacionarlo con las performances político-militantes de las Yeguas del Apocalipsis, encarnadas en Pedro Lemebel y Francisco Casas. Ya desde el origen del nombre tenemos un elemento en común: aunque no hay documentos precisos, todo indica que el nombre de Yeguas del Apocalipsis surgió inspirado por el SIDA, entonces considerada como la plaga de fin de siglo. En respuesta a esta profecía, como se relata en Memoria Chilena, los artistas y poetas decidieron personificar la versión femenina de los bíblicos jinetes del Apocalipsis y se autodenominaron de este modo. Su debut fue la tarde del sábado 22 de octubre de 1988, durante la entrega del premio de poesía Pablo Neruda al poeta Raúl Zurita en La Chascona, la casa de Neruda en el barrio Bellavista. Sus intervenciones, siempre sorpresivas, siempre escandalosas, pueden relacionarse con la exposición en el Museo del Chopo en un punto: el uso del cuerpo para inventar formas disidentes de belleza, subjetividad y deseo. El cuerpo como la última trinchera, decíamos al referirnos al libro de Paul B. Preciado. En el caso del voguing, “se trata de poéticas y políticas minoritarias que a menudo representan una amenaza a ojos del mundo normativo, aunque son al mismo tiempo ansiadas por la cultura dominante –basta con pensar, como vimos, en la explotación que artistas como Madonna han hecho de la estética del vogue. Por supuesto sería tarea imposible ofrecer un retrato fijo de un mundo tan complejo y cambiante como la escena ballroom. En lugar de ello, la exposición, a partir de una historia política del cuerpo, rastrea aquellos debates, conflictos y guerras culturales que han rodeado la invención del vogue, buscando sus ecos y reverberaciones en la historia reciente de la performance y la cultura popular afrodescendiente. En definitiva, el vogue se revela como un caso de estudio para comprender la emergencia de la performance radical y su capacidad para articular nuevos imaginarios sociales.