OwnVoices
Luján Stasevicius explica y analiza el debate que, desde la publicación de American Dirt de Jeanine Cummins, conmociona el campo literario y cultural norteamericano.
Luján Stasevicius

OwnVoices
But still you’ll never get it right
‘Cause when you’re laid in bed at night
Watching roaches climb the wall
If you called your dad he could stop it all
Pulp, “Common People”
En el verano norteamericano de 1983, Gayatri Spivak pronunció por primera vez en público su ya clásico y seminal “¿Puede hablar el subalterno?” en la Universidad de Illinois, en Urbana-Champaign. En la conferencia que se publicaría dos años después en el periódico Wedge, Spivak afirma que el subalterno es siempre narrado y, en ese sentido, se refiere a los intelectuales que, como ella misma, contribuyen a que el hablado siempre termine siendo un Otro inaccesible, reducido a la sombra de quien habla por él. Tal es así que incluso el esfuerzo voluntarista por “dar voz” termina replicando los efectos del silencio que desearía combatir. El argumento es sólido y, como ejemplo histórico, Spivak cita el caso de la intromisión de Inglaterra en sus colonias en la India al establecer la prohibición de seguir inmolando a las viudas una vez que fallecía su marido. Si bien necesaria, argumenta Spivak, la regulación sedimenta la dicotomía civilización/barbarie en la que Inglaterra se ubica cómodamente en el primer término, silenciando y justificando en ese mismo gesto sus años de colonialismo salvaje.
La charla de Spivak, repetida y reproducida hasta el hartazgo, estableció conjuntamente con Orientalismo de Edward Said y El lugar de la cultura de Homi Bhabha, la santísima —e incompleta— trinidad de lo que se dio en llamar “Estudios Postcoloniales”, en alto tránsito durante las últimas décadas del siglo XX y de alguna manera trivializado o dejado de lado en las primeras del XXI, quizás en un movimiento en sintonía con aquel que proponía el fin del racismo a partir de la elección de Barack Hussein Obama a la Casa Blanca. Igual de erróneo, igual de miope.

De este lado del Ecuador, Walter Mignolo argumentó en un artículo de 1993 que quizás el problema no fuera que el subalterno no pudiese hablar, sino —al contrario— que no ha hecho otra cosa que hablar sin pausa desde el principio. La hipótesis de Mignolo opta por subrayar en efecto la sordera —deliberada o no— de los académicos que, por distintas razones, se han revelado incapaces de oír esas voces. Ese mismo año, John Beverley retomó el argumento en Against Literature —tesis que refinaría luego en los ensayos reunidos en Testimonio (2001)— al tomar posición en la polémica por la “veracidad” del testimonio de Rigoberta Menchú. El “escándalo” suscitado tras la aparición de Me llamo Rigoberta Menchú, y así me nació la conciencia (1983), el libro de “memorias” de la escritora y activista guatemalteca —galardonada con el premio Nobel de la Paz en 1992— se desató tras el cuestionamiento presentado por David Stoll, un antropólogo norteamericano que, tras viajar a Guatemala y entrevistar a los lugareños, denunció que muchas de las escenas relatadas por Menchú eran —¡horror!— recreaciones ficcionales y no testimonios literales de sucesos de los que fue testigo. Aunque la violencia fuese, sin embargo, la misma, Stoll decidía que el relato de la activista guatemalteca no era “auténtico” porque no llegaba narrado de primera mano. El debate desencadenó una serie de discusiones airadas entre defensores la literalidad y defensores del sentido en torno a los géneros testimoniales. Incluso todavía hoy pueden leerse alguno de sus coletazos tardíos en ciertas revistas académicas.

La última polémica editorial en Estados Unidos arrastra también vestigios de esas discusiones pasadas. Tiene como protagonista a Jeanine Cummins, la autora de American Dirt, el libro que narra la historia de Lydia Quixano Pérez, la esposa de un periodista que se dedica a exponer a los narcotraficantes de la región y que deberá huir junto a su hijo de 8 años de Acapulco. En el contexto de la feroz represión a la inmigración, American Dirt se promocionó en principio como una “novela de la otredad”, en la que la autora iba a devolverle un rostro visible a esa masa inmigrante demonizada por los medios de comunicación de la derecha norteamericana. Un proyecto repleto de buenas (y blancas) intenciones. Sin embargo, ni bien los Otros pudieron leer el libro de Cummins, la respuesta no se hizo esperar. Y es que esas caras que la autora esculpió con tanto amor no eran más que una retahíla boba de estereotipos y lugares comunes de quien quiere representar una comunidad a la que en efecto no pertenece, y a la cual en lugar de prestarle oídos, ha preferido imponerle su sentido. Como lúcida y ácidamente definió Myriam Gurba, una de las primeras voces en pronunciarse al respecto, y en perfecto spanglish: “Her obra de caca belongs to the great American tradition of doing the following: 1) Appropriating genius works by people of color, 2) Slapping a coat of mayonesa on them to make palatable to taste buds estados-unidenses and 3) Repackaging them for mass racially “colorblind” consumption”. El dictamen es lapidario porque, al confrontar intenciones y resultados, da cuenta del fracaso literario e intelectual de la obra. Concluye diciendo que la novela aspira a ser Día de los Muertos, pero acaba siendo otro Halloween soso y predecible.

Invirtiendo la lógica argumental de Stoll, Gurba demuestra que la autenticidad no importa si el “mensaje” es el que conviene. ¿Qué tienen en común David Stoll y Jeanine Cummins? Un rápido googleo basta para responder a la pregunta. Si bien Cummins es nieta de puertorriqueños, al menos hasta el 2016 se autopercibía como “blanca”, no queriendo por otra parte comentar o “meterse” en temas de discusión racial por considerarlos “demasiado polémicos”. Pero en 2019, en las comidas promocionales de su novela, los centros de mesa estaban armados a la manera de un muro con un elegante alambre de púas (ver foto), que también hacía las veces de florero. Inmigración instagrameable y progresismo chic. Lo cierto es que, ya para el 27 de enero, la mitad de las librerías en las que Cummins estaba contratada para hacer lecturas de promoción cancelaron los eventos. La actriz mexicana Salma Hayek, quien había promocionado el libro de Cummins “sin haberlo leído”, le retiró su apoyo desde su cuenta de Instagram y pidió oportunas disculpas. Hasta la conductora Oprah Winfrey, que había incluido la novela de Cummins en su famoso Book Club —asegurándole una importante repercusión de ventas— abogó luego tibiamente por un debate más profundo sobre el contenido del libro. El escándalo tiene, además, y como corresponde a la época, sus propios hashtags: bajo el lema DignidadLiteraria y OwnVoices, se convoca a los latinos de todas las cepas a contar sus experiencias para contrarrestar la imagen construida por un mercado literario que insiste en narrárselas despojándolos de toda agencia.

El problema de American Dirt no radica en su carácter ficcional. El problema es lo que esa ficción tiene que decir sobre los Otros que representa y en nombre de los cuales se autoriza a hablar. Primero porque, evidentemente, no es lo mismo presentar una pintura racista desde dentro que hacerlo desde una posición exógena. Y segundo porque no es lo mismo abrir el debate a los matices en el trazo de la representación que resolverla simplificando a brocha gorda. La tarea no es imposible: en el otro extremo del de Cummins, libros de “memorias” como La búsqueda de un sueño o La distancia entre nosotros de Reyna Grande, por ejemplo, consiguen denunciar las expectativas y las contradicciones encarnadas en los inmigrantes indocumentados a Estados Unidos sin necesidad de reducirlos a los estereotipos de amas de casa, narcos o albañiles.

No obstante ello, mentiríamos si dijésemos que este escándalo es original y si no reconociéramos en él el síntoma de un estancamiento o una regresión en el campo de los debates sobre multiculturalismo. En su veleidoso atrevimiento y entitelment, Jeanine Cummins recuerda a Rachel Dolezal, la activista blanca que un día decidió que se autopercibía como “afroamericana” e hizo una fructífera carrera —académica y comercial— desde su “nueva identidad”, hasta que en 2015 fue denunciada como “falsificadora de raza” por sus propios padres en un programa de televisión. Ser aliado no habilita la usurpación, o la apropiación cultural; ser (presentarse como) aliado puede constituir una postura acaso menos incómoda pero sin duda más genuina —incluso considerando que esa identificación, que se presenta como nacida de las “buenas intenciones”, puede en realidad ser interesada u oportunista. Tomar compromisos es siempre tomar riesgos. Pero la manera de enfrentarlos es la que da cuenta de su honestidad. Como cantaba Jarvis Cocker en “Common People”, el hit de Pulp citado como epígrafe de esta nota, si contás con el privilegio de llamar a papá para que te rescate de tu performance de gente común, jamás vas a entender lo que significa serlo realmente. Este es el nudo del debate: hacer visible el privilegio a quienes pueden darse el lujo de ignorarlo. Si en lugar de prescribir se optara por percibir habría oportunidad de darle una vez más la razón a Mignolo: el subalterno nunca ha parado de hablar, aunque te ensordezcan sus gritos.