Valeria Luiselli y la gran novela latinoamericana
En Desierto sonoro, Valeria Luiselli construye una summa técnica, social y política y devuelve a la narrativa latinoamericana la ambición de la novela total
DAMIAN HUERGO

El año pasado di con un libro maravilloso, de esos que jamás hay que congelar en la biblioteca: de esos que conviene dejar sobre el escritorio, cerca de la pantalla donde uno se sienta a escribir. El libro se llama El amigo, de la escritora norteamericana Sigrid Nunez; un texto inclasificable donde la narradora asimila el suicidio de un amigo escritor, compone una historia de amor con el perro que queda a su cargo y, mientras duela un modo de concebir la literatura heredado del siglo XX, desarrolla la pregunta que debemos hacernos todos los escritores: ¿Por qué escribimos? Entre las diferentes respuestas que ensaya la narradora, recuerda una frase de su amigo que dice: “Hay al menos un libro en ti que nadie puede escribir salvo tú. Mi consejo es que caves muy hondo y lo encuentres”.

Ese libro singular que cada autor descubre en el fondo del pozo que lleva encima, digamos, es la afirmación de un estilo; a la vez que da cuenta del nacimiento y la consolidación de un escritor. O de una escritora, como es el caso de la mexicana Valeria Luiselli (1983), con su último trabajo Desierto sonoro. Desde el inicio de la novela cercana a las 500 páginas, el lector intuye que esa historia arborescente sólo pudo haber sido concebida por Luiselli. No solo por su costura biográfica, sino por su sensibilidad detallada, su destreza vampírica, su extranjería privilegiada y, en particular, sus obsesiones sinceras y contemporáneas.
Valeria Luiselli pertenece a esa extraña élite que son los hijos de diplomáticos. A sus compañeros de escuela los conoció en institutos de Corea del Sur, India y Sudáfrica. Sin embargo, su patria y su territorio es México, un país presente en su infancia mediante objetos, imágenes, cartas y, sobre todo, en ecos de historias ajenas que ella fue asimilando hasta construirse una identidad propia. Habituada a las fronteras, a los sellos en pasaportes, a las sonrisas de carnet en migraciones, Luiselli asimiló el idioma norteamericano como una lengua madrastra que reemplazó a su lengua madre, el castellano. Una lengua password que la supo acunar en la intemperie y le permitió comunicarse en aulas, tribunales, embajadas, cocinas y habitaciones de todo el mundo. Y también, una lengua que ella, desde su adolescencia, destinó a la escritura.
Como en el resto de su obra, la novela Desierto sonoro fue escrita en inglés y publicada originalmente en el 2019 con el título Lost Children Archive. El pasaje al español Luiselli lo realizó junto al escritor mexicano Diego Saldaña París, como si hubiese necesitado caminar a cuatro manos por un borde idiomático resbaladizo, consciente de los riesgos que el cruce de lenguas podía dejar sobre el cuerpo del texto. El resultado es una prosa amplia, íntima, plástica, con bellísimos momentos poéticos (como el párrafo de largada), otros ambiciosos en la variación de técnicas y, también, versátil en su multiplicación de registros, tanto en los cambios de narrador como en los pasajes donde predomina una escritura sonora o visual, que recuerda en su búsqueda de retratar con sentidos al incompleto y hermoso Bajo el sol jaguar de Italo Calvino.

Desierto sonoro sucede en Norteamérica, en las largas rutas que la atraviesan. El recorrido que hace el auto que Luiselli pone en marcha, con una familia adentro, va desde Nueva York a Arizona. En el volante está el marido de la pareja, documentalista sonoro, que se propone rastrear los ecos que dejaron los Apaches en el territorio colonizado por los “ojosblancos”, predecesores de hombres y mujeres que varios siglos después sobreviven en las ciudades sacudidas por la crisis del 2008 que rodean esas rutas. A su lado se sienta la narradora, una periodista de investigación devenida también en documentalista sonora, obsesionada hasta el compromiso por las desapariciones y extravíos de los niños migrantes en la frontera con México. En el asiento de atrás, un hijo de cada uno, un varoncito de 10 y una nena de 5 años, partes movibles que completan un ensamblaje familiar que, en su gramática privada, supo ser un nosotros y en pleno desplazamiento empieza a asumir su descomposición.
La mujer y el nene, en diferentes capítulos, serán los encargados de narrar el viaje. Ambos son conscientes de lo vaporosa que será en el futuro la experiencia que están realizando. Ella aspira a construir una capa de memoria donde se pueda conservar el amor, el afecto y el cuidado que la tribu que viaja en el auto supo conseguir antes de su disolución. El niño, en cambio, tras escuchar decir a un pediatra que los recuerdos solo son posibles una vez pasados los cinco años, se propone archivar la aventura en imágenes, audios y escritos, para que su hermana menor pueda vivenciarlos en el futuro. Cada integrante de la familia tiene su propia caja para guardar lo que van encontrando en el viaje. En el baúl del auto se va armando un relato paralelo, compuesto de ecos grabados por micrófonos sofisticados, mapas analógicos, anotaciones en hojas sueltas, fragmentos de podcasts, libros canónicos, fotografías sacadas con polaroids, entre muchos otros.
Cada caja conforma un capítulo del libro: un total de siete, teniendo en cuenta que el padre por su profesión es el que se adjudica necesitar más espacio. En Desierto sonoro el archivo, el documento, el concepto mismo de archivar, figuran el intento que hacen los personajes para controlar lo que sucede a su alrededor, para darle uno o varios sentidos al caos que acontece adentro y fuera del auto. Por un lado, para comprender el significado de la experiencia; por el otro, para no olvidarla. Sin embargo, un fantasma recorre el texto, un interrogante ultra contemporáneo propio de la sociedad de las pantallas que habitamos. Mediante la voz introspectiva de la mujer, Luiselli suele preguntar si en el intento de no olvidar nada, el verdadero peligro es que suceda lo contrario: Descuidar el recuerdo de la experiencia en la ambición in situ de registrarla mientras sucede.

Otro de los hilos del libro, que no circula por rutas paralelas sino que se va engarzando con las diferentes historias que se abren en Desierto sonoro, es el andar de los niños perdidos que hacen un recorrido inverso al de la familia: no se alejan del centro de EEUU; por el contrario, quieren llegar a la meca capitalista desde los bordes de Centroamérica y México. En varias entrevistas, Luiselli contó que interrumpió la escritura de la novela cuando percibió que su prosa tomaba tintes pedagógicos y declamatorios al hablar de los niños inmigrantes que quedaban varados en la frontera. Luiselli en el 2014, cuando comenzó con la escritura, participaba en tribunales americanos como traductora de testimonios de los chicos, para ayudarlos en un posible defensa ante el destierro. El malestar que absorbió su cuerpo se reflejaba en su prosa y, tras fracasar en los primeros intentos de la novela, terminó canalizando esas impresiones en el libro de ensayo Los niños perdidos: (un ensayo en cuarenta preguntas). En Desierto sonoro el protagonismo de los niños perdidos es central, dando lugar a sus mejores páginas tanto en el libro de ficción ficticio que crea Luiselli, Elegía de los niños perdidos, como en el final, cuando se unen las líneas narrativas, con un procedimiento narrativo inspirado en La señora Dalloway de Virginia Woolf.
Como 2666 de Bolaño o No contar todo de Emiliano Monge, por nombrar dos novelas familiares en su paisaje y en su volumen, Desierto sonoro es en sus búsquedas formales, sociales y políticas un retorno de la literatura latinoamericana a la novela total; en donde se integran los giros autobiográficos, la historia en mayúscula, las problemáticas contemporáneas y se metabolizan los recursos técnicos y narrativos que el presente nos sirve en la mesa. Valeria Luiselli cavó muy hondo adentro suyo, en los pasillos de mármol a los que tuvo acceso, en los desiertos que pudo escuchar, en las fotos felices de familias rotas, para escribir un libro que solo podía llevar su firma.