La primera novela
Irónicamente protagonizada por un joven actor de telenovelas ahogado en una vida resignada en la retórica de la simulación, Construcción de la mentira es la primera novela de Gonzalo Heredia.
Maximiliano Crespi

¿Para qué sirve la verdad? La pregunta (a la que otro actor y escritor, Bertolt Brecht, respondió políticamente hace ya casi un siglo) inquieta existencialmente al personaje central de Construcción de la mentira. Sobre esa suerte de maquinación moral se construye —y en cierta medida gira en falso— la primera novela de Gonzalo Heredia, irónicamente protagonizada por un joven actor de telenovelas ahogado en una vida resignada en la retórica de la simulación.
Lo construido es de vidrio: pantalla. La lógica de acumulación narrativa replica la horma del relato televisivo: se afirma machacona, insistente, monotemática, tediosa. Las escenas de agobio se vuelven aún más agobiantes en el lugar común: personajes una y otra vez asediados por las fotos, fingiendo y sobrefingiendo sonrisas, obsesionándose con su proyección mediática, arrastrados por la maquinaria comercial de “hacer presencias”, imitándose a sí mismos para satisfacer la demanda del mercado del espectáculo.
En ese escenario, la afectación se apodera de la ficción. El contraste lo hace visible: el narrador describe la secuencia de escenas desde una posición distante (y no exenta de cierto cinismo), casi como si dirigiera la película de una vida que no le pertenece o que se le ha vuelto extraña. Su interpretación de los gestos, las insinuaciones y las palabras de los otros —sean personajes estelares (Bé, el nene, Natalia, Romina, Julián, Roger o la Diva) o sean “extras” (los que tienen “cara de…”)— es punzante y cerebral; su inscripción en las relaciones intersubjetivas de la novela es sobria, especulada y formal —siempre un nuevo papel en el contexto de esa serie de papeles que organizan la ficción de su vida atándolo a un asfixiante juego de rol.

Los diálogos directos se presentan a su vez rasurados y preproducidos: medidos con precisión minimalista, como si los participantes estuvieran —especialmente en las escenas de intimidad— más interesados por impostar inteligencia que por entablar y sostener un diálogo (o la ficción de un diálogo) que comprometa algo de lo afectivo. El hecho no sólo agrieta el verosímil de las relaciones y las escenas novelescas. También convierte a los personajes (incluido el propio narrador) en autómatas, marionetas cristalizadas en poses artificiales, criaturas reprimidas y purgadas de toda carnadura real, “presencias sin fisuras”, sin margen para para el exceso, para la vacilación o para el exabrupto.
La tensión dramática se sostiene en efecto más en la táctica fría y ajedrecística que en la tensión propia de la intriga amorosa. Y es justo que así sea: la de Heredia es una ficción calculada. No busca empatizar con sensiblerías. No gestiona golpes de efecto ni recursos demagógicos. Hace un relato consecuente, que pone en escena lo artificioso de esa otra ficción que otros —los que sólo viven en presente— suelen confundir con la vida.