Con Salto de mata, Hugo Savino, el escritor, poeta y traductor argentino radicado en Madrid, se suma a una serie de libros de retratos y memorias “desgeneradas”.

Maximiliano Crespi
Hugo Savino: escritor, poeta, traductor.

Salto de mata es un libro inclasificable. El primer impulso es situarlo a medio camino entre la “silueta” (esa forma trazada por Diógenes Laercio, reinventada Schwob y cultivada con precisión admirable entre los nuestros por Borges y Chitarroni) y el “ensayo de escritor” (ese pequeño género que hace años Luis Gusmán intuyó entre la obra de crítico y el privilegio de la literatura).

Salto de mata
de Hugo Savino

Pero no. Salto de mata de Hugo Savino no termina de cuajar en ninguno de esos espacios de determinación textual. En primer lugar, no es un libro de ensayos. No hay en él argumentación en función de hipótesis verificables, ni nada por el estilo. Hay, en cambio, un riguroso encadenamiento de enunciados declarativos, sentenciosos, una ráfaga de frases que, salpicadas con citas a sus homenajeados o comentadores, buscan (y a veces consiguen) probar sus enunciados a partir de la potencia poética de la enunciación. En segundo lugar, la escritura es demasiado fragmentaria, demasiado dispersa como para ganar la contundencia filosa que caracteriza a la “silueta”.
Viéndolo mejor, su particular y sostenido dislocamiento gramatical, su sintaxis arremolinada, su insistente experimento de puntuación y su pulsión de deseo (no de trabajo), desde la que escribe sólo sobre (a propósito de) objetos amados o admirados, parecen justificar la tentación de ubicar este libro extraño como un reflexivo hilado poemas en prosa. Pero, finalmente, el dato de su catalogación bajo el rubro “Narrativa argentina” desarma las conjeturas y pone en ridículo todo intento de definición taxonómica.
“Cómplices solitarios”, los nombres de Laura Estrin y Esteban Bertola, “dos locos de la lectura”, son descubiertos como garantes de la tramoya. La “locura” de Estrin, cuyo valiosísimo trabajo en la primera etapa de Santiago Arcos se tradujo en la publicación de textos exquisitos de Néstor Perlongher, Héctor Libertella, Milita Molina y Oscar Steimberg, se revela felizmente activa en ese delicioso bestiario que es ya el catálogo (de lo incatalogable) de Letranómada. Locos que “van en serio”, acierta Savino. Locura razonada, cabría agregar. Porque, ¿qué son Zettel, Melodías argentinas, Salto de mata y La memoria irreversible si no una serie meditada de monstruos desgenerados cuyo linaje es justamente la confusión festiva de los linajes?

Memoria irreversible
de Laura Estrín

Fuera de género, enrolado en la tradición literaliana de la promiscuidad, el libro de Savino es un diario “de la lectura: de la vida”: el relato que describe la deriva de una experiencia singular, literaria y vital al tiempo que teje una comunidad de afecto, una constelación (que bien podría llamarse “Savino”): Aníbal Troilo se vuelve adverbio en la escucha y hace pensar en Paul Claudel; Néstor Sánchez, ese escritor de lenguaje en desacato, trae la música de Phillipe Sollers y la prosa de Albert Ayler; las mujeres de Balzac, el escritor de los grandes planteos y las mínimas observaciones, se cruzan con las de Jack Kerouac; Henry Meschonnic que desacata la poesía filosofante y a través de la puntuación se junta con Ricardo Zelarrayán como con Carlos Mastronardi por su resistencia a la imposición realista; Marina Tsvietáieva, esa poeta que conoció el despojo y el exilio, trae a Reinaldo Arenas; Paul Claudel, maldito “por torceduras del tiempo”, descubre “un impulso absolutamente esencial” en su encuentro con Rimbaud; Osvaldo Lamborghini, ese “animal de escritura” cuyo genio (y cuya falta de talento) remite a una lista encabezada por James Joyce, trae a Simon Leys; el fraseo único de Raúl Berón, como el piano de Lucio Demare o el violín endiablado de Alfredo Gobbi, se enreda en la lista de irrupciones en que aparecen Ornette Coleman y Steve Lacy y en la que brillan las voces de Ángel Cárdenas, Roberto Rufino, Dinah Washington y Anita O’Day; el díscolo ritmo y la meditada intermitencia de la frase que lleva el nombre de Kerouac trae, claro, a Thelonious Monk y a Charly Parker pero también al “paisaje Cézanne” que se arma en el oído y Mariano Dupont.
En todo caso, como auténtico representante de su especie, el de Savino no es un libro fácil. La forma cuesta cara, solía decir Valéry. Como el poema de Meschonnic, la frase de Sánchez y el verso de Tsvietáieva, Salto de mata se ofrece con la generosidad del don, pero reclama a su vez “un lector absoluto”, capaz de hacer propia la experiencia de ese derroche.