Para abrir el año con un pico de optimismo, un selecto menú de fines del mundo imaginados por la máquina de los sueños

DEBRET VIANA

Nada de todo esto, de todo lo que pasa hoy y compone nuestras vidas, puede seguir así mucho más tiempo: el fin se derrama de los objetos como si cada cosa estuviese desbordada de sí misma. Está en el aire: si no es un asteroide hoy será un asteroide mañana, o el sol que se apaga o falta de agua o alimento, o el botón rojo bajo el dedo de Trump o Putin, o una nueva enfermedad, o una vieja enfermedad, o una invasión alienígena, o zombies, o irresponsabilidad masiva a la hora de sacarse selfies en lugares inapropiados, o porque simplemente nuestro planeta está en el camino de una autopista intergaláctica, etc, etc.
Nuestra generación es la generación que aceptó el fin del mundo como un hecho venidero, y no como una fantasía experimental y diletante.
Ocurra o no, hoy o mañana, sea cual fuese el imaginario del futuro al que suscribamos, es tan fuerte la inmanencia del fin que, aunque aun no haya ocurrido, en nuestro futuro ya pasó.
De hecho, el mundo terminó muchas veces, en nuestro futuro, en nuestro imaginario y frente a nuestros ojos. No me refiero a extinciones masivas que diezmaron especies enteras hace millones de años, ni a pestes pandémicas ni a la furia natural de los volcanes o los terremotos, no. No es falso que la naturaleza nos odia, y ansía nuestro despedazamiento, pero me refiero a algo más inmediato y más portátil. A nuestra convivencia con la idea de fin del mundo, al modo en que habita un lado marginal de nuestra cosmogonía diaria, alimentada (y apaciguada) por los múltiples imaginarios apocalípticos que la cultura recrea y multiplica, hastiada mil veces de sí misma.
La literatura concibió más escenarios apocalípticos que la ciencia, y el cine nos permitió verlos, sentados cómodamente, sin que nos salpicara el horror de los aquelarres.
Ese es uno de los privilegios de la ficción, pero no es del todo inocente.
Combinamos las variaciones del fin como un juego estético: es una forma de la espera, del mismo modo que escribir es una forma de morir (una forma lenta) y al mismo tiempo una espera de la muerte.
Nos es más verosímil la tesis del fin del planeta que la de la terrificación de Marte, a donde estamos yendo hace rato, porque la humanidad habitando un solo lugar es la garantía de un exterminio temprano. Aunque al menos a mí la idea de Marte me agota anticipadamente; ¿qué podría haber en Marte más que capitalismo e imaginarios apocalípticos adaptados que sueñen la liberación que solo brinda el fin de todo?
Mientras esperamos que algún evento apocalíptico nos libere de los injustos intereses del pago mínimo de la tarjeta, dejo asentados aquí mis cinco fin del mundo predilectos.

Melancholia – Lars Von Trier

La colisión astronómica

Cuando consulté en redes por la película apocalíptica que más impacto generó la más mencionada fue esta delicada pieza de un danés perverso. La ventaja de que todos la conozcan es que me libro de relatar el argumento, pero bástele saber a algún desprevenido que va sobre un planeta que está por colisionar con la Tierra. El primer motivo por el cual Melancholia me hechiza es la falta de aventura: el planeta va a chocar, es inevitable y nada puede hacerse al respecto; como en 4.44, de Abel Ferrara, el fin del mundo es inminente y la verdadera aventura es lidiar con eso.
Ok, el mundo va a terminar, pero, ¿es eso tan malo?
No puedo evitar ver el fin del mundo concebido por Von Trier como una liberación del incordio de la existencia, de la mismidad agobiante de la existencia a través de la única verdadera otredad posible: un planeta que nos impacta finalizándolo todo.
Cuando agotamos las combinaciones del mundo (por chatura, repetición o multiplicación masiva de lo mismo) lo diferente, lo otro (expulsado fuera porque entorpece el circuito capitalista de las mismidades) solo puede venir de afuera, de un real afuera. Un astro aporta el desastre, se llama Melancolía pero desmelancoliza la depresión de la protagonista: hastiada del mundo, del tedio de lo mismo, recoge la catástrofe como un acto erótico, y se abre (ella y también nuestro planeta) para recibir el impacto de la otredad, como Isolda (que suena de fondo) que se entrega a Tristán cuando se entera de que van a morir (Algo así dice Byung-Chul Han en La agonía de Eros).
Pero, ¿cómo tomar la colisión de Melancolía con la tierra como algo no erótico? ¿Qué esfuerzo enorme tendremos que hacer para no ver el embiste de un planeta en el otro como una fiesta sexual para Von Trier?
All´s well that ends well, dice Shakespeare, ¿y acaso puede pensarse un final más bello? Apoteótico y grandilocuente, es tan extasiante que parece hasta justificar los horrores y las miserias que la peste humana produjo en el planeta. Von Trier no solo tiene el gesto gentil de equiparar al hombre con el mundo (ambos han de morir), sino que hace desear un final así: ser destruido por un otro que nos arrasa, una otredad que para recibirla nos cuesta todo, pero a la vez nos da todo en un instante epifánico, tan bestial, tan lumínico, que no se puede continuar viviendo después de haberlo experimentado.
Nosotros solo podemos fantasear con una muerte así, mendigándole un paro cardíaco al orgasmo, pero la dicha de los astros que colisionan no es para nosotros: somos, apenas y con suerte, los espectadores de esa furia luminosa. Si no es nuestra generación la que tiene el privilegio de ver el show del fin en un cielo arrebatado, al menos tenemos el cine, que nos deja verlo desde todos los ángulos y en cámara lenta, para sosegar un poco el músculo atrofiado con el soportamos el tedio.

Children of men – Alfonso Cuarón

El fin de la especie

Basada en la novela de P.D. James, Cuarón alcanza aquí el momento más alto de su cinematografía desplegando un puñado de planos secuencia notables y una trama ideal para desmontar ciertas aristas fétidas del capitalismo tardío. Es el 2027 y ya no hay procreación en el planeta. El mundo no se acabó de repente, por el golpe seco de una catástrofe, sino que se va extinguiendo paulatinamente por esta indeterminada crisis de fertilidad. La persona más joven tiene 18 años (un argentino) y acaba de morir. Inglaterra es lo poco civilizado que queda en un mundo diezmado por crisis y pandemias, y como todos tratan de ir ahí el estado totalitario implementó simpáticos campos de concentración para los inmigrantes. Es peculiar ver cómo hay microrrealidades que conviven aún en un mundo roto que se precipita en la nada: más acá de las vallas el ritmo de la ciudad sigue como si nada hubiese pasado y el capitalismo defiende la rutina de la “normalidad”; más allá de las vallas el horror auschwitziano de los campos de concentración -preocupantemente similares a los que hoy existen en Europa, como Moria o Urfa; el apocalipsis ya empezó muchas veces en muchas partes: jungla adentro, lejos de las avenidas de la civilización, con o sin Kurtz, el horror no hace más que crecer, y como señalaba Mark Fisher los campos de concentración no son incompatibles con las cadenas de café.
La película se va tras la aventura: nació un bebé en un paraje improbable, y hay que llevarlo a un barco quizás inexistente por el bien de la humanidad y del futuro. A mí me parecen más interesante otras cosas, también vinculadas con el fin de todo.
Mark Fisher dice que deberíamos comprender el asunto de la infertilidad como la derivación de una angustia propia del capitalismo tardío, y que lo que la película en verdad nos pregunta es cuánto puede subsistir una cultura sin el aporte de lo nuevo. Si el futuro nos depara solo una serie de permutaciones y repeticiones en el que la novedad es un empaquetado distinto (pero similar) de lo mismo – como nos acostumbra el capitalismo -, la cultura fenecerá paulatinamente, y en efecto el evento apocalíptico no será un violento asteroide o una peste voraz, sino un lento devenir mecánico en algo cada vez más deshumanizado, maquinal y zombificado: lo nuevo es una relación con la cultura, se desprende de ella, como respuesta al canon y lo establecido, y fuerza también a la tradición a resignificarse para persistir; sin lo nuevo perdemos también la dinámica para repensar el pasado, para conjeturar nuestra identidad, para defender y actualizar nuestras tradiciones y en suma, con el tiempo, lo que perdemos es la pericia para habitar el presente.
El fin del mundo ocurre mil veces, de mil maneras distintas. Soñamos con el asteroide, con las bombas nucleares, con los alienígenas: son modalidades espectaculares que esconden el ansia secreta de ser cancelados, borrados, aniquilados de sopetón.
Ningún final es del todo imposible, pero si nada bestial ni astronómico nos interrumpe, el final realista que nos aguarda es el que ya comenzó hace tiempo: como especie nos extinguimos cuando perdemos nuestra humanidad.

The Turin horse – Bela Tarr

El planeta muerto

Béla Tarr se despide del cine de un modo desolador. Bajo la sombra de Nietzsche asistimos, en los siete días que dura la película, a la descreación del mundo, como un génesis al revés. Dicen Danowski y Viveiros de Castro: “El fin del mundo para Tarr no será un espectáculo Dantesco, sino un decaimiento fractal, incremental, una desaparición lenta e imperceptible, pero tan completa que logra hacerse desaparecer a sí misma frente a nuestros ojos que van encegueciendo poco a poco” (Hay mundo por venir).
El caballo de Turín alude al caballo que Nietzsche abraza en la calle, llorando. ¿Qué fue de ese  caballo? Son tres los personajes: un padre anciano, su hija y el caballo. En este mundo de Tarr, la humanidad volvió al pasado, después de haber abandonado el sueño tecnológico, y dejó de lado también la curiosidad científica, la creación artística, todo fue desplazado en pos del único valor atendible; la supervivencia primitiva en un mundo cada vez más primitivo, que muere indefectiblemente, mientras los personajes de esta película se apagan con él, en escenarios por momentos parecidos a los de El séptimo sello, de Bergman. La tormenta que está destruyendo al mundo es incesante, sopla desde la primera escena y será seguro lo único que al final quede en pie. “Hemos destruido el mundo y es también culpa de Dios”, dice uno de los personajes y la complicidad de lo divino en nuestro declive se hace, en las imágenes de Tarr, palpable.
Esa complicidad me recuerda a algo que el comediante Bill Burr le decía a Dios, algo más o menos así: me hiciste nacer pobre, me hiciste ser pésimo en matemáticas, me diste libre albedrío, hiciste prostitutas y merca, ¿cómo no iba a irse todo al carajo? ¿y cuando me muera yo voy a ser juzgado por esto? Vos me hiciste, esta es tu cagada, hacete cargo”.
Algo así también aplica ante la falta o la muerte de Dios. Solos en esta vastedad insensata, ¿cómo el sinsentido de todo no iría a ser cómplice del modo en que nos destruimos.
Me basta esto que dice Béla Tarr en una entrevista: “El apocalipsis es un gran evento. Pero la realidad no es así. En mi película, el final del mundo es muy silencioso, muy débil. Así que el final del mundo se acerca como lo veo en la vida real – lenta y silenciosamente. La muerte es casi siempre la escena más terrible y cuando ves a alguien morir – un animal o una persona – es algo terrible. Y lo más terrible es que parece que no ha pasado nada”

A ghost story – David Lowery

El horror de la eternidad

Esta es una de las películas más tristes, más bellas y más profundas que vi. Diría esto, y nada más, pero como no se trata exactamente de un apocalipsis, tengo que justificar por qué está en este artículo y no otras más pertinentes, como 12 monkeys, Interestellar, Evangelion, Daybreakers o Comet.
Es así: Casey Affleck y Rooney Mara son una pareja, y se mudan juntos a una casa en la afueras; se aman fuerte pero ¡tragedia!, él muere en un accidente de tránsito (trankipanki: estos son solo los primeros 5 minutos). Muere, pero queda ahí, en la casa, como un espectro (literalmente una sábana blanca con dos agujeros por ojos) condenado a verlo todo y no poder hacer nada. Ve cómo su chica lo llora, cómo lo extraña, cómo lo deja de extrañar, cómo reconstruye su vida, cómo se muda, cómo otra familia va a vivir a la casa; el tiempo empieza a funcionar raro, y cuando él se da vuelta, pasaron meses o años, y hay otra gente viviendo en la casa, o la casa fue derrumbada y ahora hay un bestial rascacielo a lo Blade Runner en su lugar, o bien el fin del mundo, la tierra arrasada, destrozada, apagada y muerta, y en el borde de la eternidad, más horror: todo recomienza, desde el principio del mundo hasta el final, una y mil veces del big bang al big crunch.
Verlo todo y no poder actuar, ver a quién amamos y no poder ser visto, perdurar después del final, errante después de que lo que somos terminó, la memoria de lo que fuimos diluida y extraviada en el vértigo de eterno retorno, todo eso me parece un apocalipsis personal atroz, un calvario delicado, una modalidad del infierno: nuestra dicha es el efímero tiempo en que la eternidad se encarna en nuestro cuerpo, y lo que viene después es un espiral triste que como La Carretera, de Cormac McCarthy, no conduce a ninguna parte.
De todos, y exactamente al revés de Melancholia, este fin del mundo me parece el más feroz y el más angustiante: la imposibilidad del fin es la verdadera agonía, el Apocalipsis es el bálsamo que nos dispensa del horror de lo sucesivo y de la peste del tiempo.

The world’s end – Simon Pegg

Ebriedad y alienígenas

Cuando pienso mis apocalipsis predilectos, siempre vuelvo a The World´s end, la comedia británica escrita por Simon Pegg (que también escribió el delicioso apocalipsis zombie Shawn of the dead, ávido en la detección de las conductas zombie en la vida cotidiana). En esta película, un grupo de amigos vuelve al pueblito de la infancia, donde fueron jóvenes y felices, veinte años después, siendo, cada uno a su manera, bastante fracasado. Van a cumplir una misión, que quedó inconclusa desde la juventud: tomarse una pinta en cada uno de los 12 bares del pueblo. Y van más o menos por la mitad (6 bares, 6 pintas) cuando descubren, ya bastante borrachos, que casi todos los habitantes del pueblo fueron sustituidos por alienígenas que planean conquistar el planeta.
Con todos los contratiempos que tiene estar implicado en un exterminio total de la humanidad, no deja de parecerme, entre el menú de apocalipsis, el más dichoso, borracho entre amigos, huyendo de extraterrestres malvados por las calles de la niñez, intentando salvar el mundo ebrios mientras vamos por las 6 pintas que faltan.

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El final que nos espera, por desgracia, será solo uno, banal e intrascendente. Ojalá podamos experimentarlo a cabalidad, y no nos perdamos ninguno de sus matices. Entre tanto, mientras las cosas declinan y los días se repiten, nos queda al menos el testimonio especular de los mil finales que la cultura delira para sí y el raro goce de ensayar Apocalipsis como el bobo que cree que llegado el momento sabrá boxear, porque vio muchas veces Rocky.
Después de todo el cine siempre fue el sueño de los que prefieren el sofá antes que la vida.

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