El gran cronista de la desgracia

Con menos reconocimiento que sus congéneres y unos pocos libros, Nathanael West influyó de manera sensible en escritores tan dispares como Flannery O´Connor y Philip Dick. Miss Lonelyhearts, su segunda novela, es el punto más alto de su narrativa.

MARIANO GRANIZO

“Todo el mundo quiere estar alegre,
a menos que esté enfermo.”
Nathanael West

“La Generación Perdida” es una marca de época, aunque hablar de generaciones en la literatura es demasiado complejo: siempre nos estamos refiriendo a un recorte caprichoso y que, las más de las veces, está propenso a cambios constantes según quien realice el recorte. Sólo en un punto valoro la ocurrencia de Gertrude Stein de aludir a un conjunto de escritores y escritoras estadounidenses con ese rótulo: los veía como un grupo de inadaptados que, a la larga, y si sobrevivían, conseguirían adaptarse a una época arrasada por la omnipotencia de los Estados Unidos. Un emergente: un grupo de escritores que fueron sus cronistas, a lo gonzo, mucho antes de Hunter S. Tompson y con la naturalidad de quien vive su tiempo sin querer probar otros ropajes, sin la impostura requerida para alimentar la máquina. O sí. Vamos de a poco.
Dos etapas de una misma época de las que ser cronistas: la de la era del jazz, con sus excesos divertidos, y la de la depresión pos 29, con los excesos trágicos. Pero siempre época de sátira. No deja de ver Fitzgerald la tragedia en la diversión, al igual que West, pero este último la convierte en una sátira constante de lo más trágico de nuestras vidas. Fitzgerald es drama y comedia de Hollywood; West es vodevil. Pero el espectáculo está siempre presente, así son ellos: para proclamar la omnipotencia o para levantar los ánimos aplastados por la depresión.
Lo que conocemos no se perdió: se inmoló. Fitzgerald habla de “era del jazz” sin hacerse eco de la denominación de Stein; aunque resulte difícil de creer viniendo de Fitzgerald, porque la suya es habitualmente una visión positiva. En una época de desconcierto social y político no puede existir uniformidad ni entre sus protagonistas ni entre sus observadores, y mucho menos cuando sus cronistas viven aquello que cuentan. Por eso quebremos el concepto de “generación” y hablemos, puntualmente, de un cronista que, con menos fama que sus congéneres, es quizá el más original en su escritura. Demos paso a Nathanael West y su Miss Lonelyhearts.

Nathanael West es el menos conocido de ese grupo de hombres y mujeres que nos contó una época: John Dos Passos, Hemingway, Djuna Barnes, Thomas Wolfe, Dorothy Parker, Ring Lardner y otros nombres que pueden entrar o salir en este recorte caprichoso. El recorrido de West es el mismo de Fitzgerald: un par de novelas importantes y a Hollywood a tentar suerte, a ganar dinero para ser cronistas de aquellos que cayeron en desgracia. Incluso mueren con un día de diferencia: Fitzgerald por sus excesos, West por no ser un buen conductor. (¿Cómo es posible que un estadounidense no sea un buen conductor, cómo es posible que un estadounidense no pueda hacer dinero?: West lo hace posible.)

Publicada en 1933, no retrata los protagonistas de los llamados “años locos” de la década del 20 (de los que sí se ocupa Fitzgerald) sino a aquellos que llevaron la peor parte durante la Gran Depresión. West escribía mientras realizaba diversos trabajos, entre ellos el de recepcionista nocturno en hoteles baratos; en esos hoteles dejaba pasar la noche, sin pagar, a escritores como Dashiell Hammett. West escribía sobre lo que le ocurría a la gente que nunca iba a tener el tan mentado “golpe de suerte” o un talento especial, no perdedores, porque el triunfo es algo que, en West, no parece estar presente. ¿Quién es Miss Lonelyhearts?: un columnista de diario del que desconocemos su nombre pero que se hace cargo de contestar las cartas que los desesperados envían esperando que esa “mujer”, porque sólo una mujer podría comprender el drama diario de los desesperados, les dé un consejo certero. Pero ésta Miss Lonelyhearts no aguanta más en ese lugar y comienza a vagar por la ciudad sin rumbo en busca de algún sentido.

Miss Lonelyhearts es una novela vodevil: los personajes entran y salen, del bar a la redacción, una escapada al campo para darse cuenta que son animales de ciudad, de ahí a la cama para tener sexo o dejarse morir, es lo mismo, ¿qué diferencia hay entre una cosa y la otra? Y en ese vodevil el personaje central es Miss Lonelyhearts, un hombre que aconseja a los lectores del diario, tras el conveniente disfraz de mujer moral y decente, cómo salir de las tragedias que los aquejan. Pero se da cuenta que no puede hacerlo, que no tiene ningún sentido, que de nada sirve aconsejar porque no sabe qué decir y, en caso de decir lo apropiado, encontrarse con el epifánico momento de caer en la cuenta que de nada sirve tampoco que esas pobres gentes consigan salir de sus tragedias diarias.

Y en este vodevil Miss Lonelyhearts no es nadie, es tan sólo una fachada, aquello que el resto conoce de él. ¿Y qué conocen? Que es una especie de hombre santo, un Dostoyevski que busca la salvación en Dios o en quien sea, una respuesta, una clave para comprender, desentrañar y seguir hacia ningún lado, un mensaje en los rostros, en los gestos, en las camas y en el fondo de los vasos. ¿Cómo hacerse Cristo, cómo conseguir ser crucificado? Miss Lonelyhearts es alguien que parece a punto de asesinar todo el tiempo y de redimir a todos en el siguiente segundo… o en el siguiente… bueno, en el que viene.
Hay que decir que Miss Lonelyhearts no abandonaría su máquina de escribir en la que es Miss Lonelyhearts (fachada eterna que lo clava a su lugar en esa redacción, imperceptible para el resto salvo para ser despreciado por vender a los lectores basura para que no se maten: ¿quién o qué es uno?; uno es lo que hace, lo que muestra, lo que ven los otros), no se bajaría de su cruz si no fuera por su jefe, el señor Shrike. Este sujeto verborrágico que no para de lanzar párrafos ridículos sobre qué contestar en la columna de Miss Lonelyhearts (salvo la muerte: que sufra pero que no muera porque el negocio está en que se vendan diarios). Shrike aparece por cualquier lado, detrás de cualquier puerta, de entre la entrepierna de una mujer o asomando su cabeza de entre sus pechos, como un Groucho Marx que no busca hacer reír sino que quienes lo rodean se quiten sus uniformes de personas útiles a la máquina y saquen el asesino interno, la bestia sexual, el borracho o el Cristo capaz de liderar una secta que acabe con todo: “-Yo soy un gran santo –gritó Shrike–. Puedo caminar sobre mi propia agua. ¿No habéis oído nunca de la Pasión según Shrike en el Restaurante, o de la Agonía ante la Expendedora de Gaseosas? Allí comparé las heridas en el cuerpo de Cristo con la boca de un monedero milagroso en el que depositamos los pequeños vueltos de nuestros pecados. Es, desde luego, una excelente idea. Pero ahora consideremos los orificios en nuestros propios cuerpos y hacia dónde se abren esas heridas congénitas”.
Miss Lonelyhearts y Mr. Shrike deambulan como una extraña pareja por los lugares donde reposa lo más sórdido del género estadounidense: bares, pensiones, casas habitadas por matrimonios que se desprecian y redacciones de diarios en las que se produce el alimento de engorde para el ganado desesperado. En estos escenarios, ante borrachos, prostitutas, arribistas, malformados, mujeres casadas y viejos al borde de la muerte, este par de seres que se desprecian pero que se necesitan para poder despreciarse brindan un show interminable: el show de la búsqueda de una redención tolstoniana a cualquier costo (y si el costo es alto, mucho mejor). El 22 de diciembre de 1940, Nathanael West muere en un accidente automovilístico no por el clásico gusto por la velocidad y el peligro de los estadounidenses sino por ser él un pésimo conductor. Muere en California, donde los escritores de las primeras décadas del siglo xx recalan en busca del oro de Hollywood. El día anterior, el otro cronista, el de la “era del jazz”, había acabado su vida en un holocausto de excesos.