Esa letra de Borges

La polémica que generó la donación de manuscritos del gran escritor argentino por parte del empresario Alejandro Roemmers actualizó la disputa por su figura y su archivo. Víctor Aizenman, uno de los grandes coleccionistas de anticuario, habla de cómo formó una de las más importantes colecciones y de las extrañas formas de circulación que tuvieron esos materiales.

DIEGO ERLAN

Ocurrió hace casi tres años:
Alberto Manguel adquiría, para la Biblioteca Nacional, el manuscrito conocido como “La biblioteca total” y a partir de él podía advertirse el germen teórico para su relato “La biblioteca de Babel”, se podía recorrer las fuentes diversas con las que Borges construiría su relato de esa biblioteca hexagonal, infinita y periódica. Esa pieza resultó fundamental para entender el modo expansivo de la imaginación borgeana: su proceso de escritura dos años después de ese manuscrito fechado en agosto de 1939.
Con la idea de escribir un artículo sobre el tema, me encontré con el coleccionista Víctor Aizenman en su librería de anticuario a puertas cerradas. Me senté frente a la mesa y, de a poco, empezó a mostrarme las piezas de Borges pertenecientes a su colección. Es una experiencia que cualquier persona debería tener al menos una vez en su vida: ver un texto de Borges manuscrito, frente a frente, en la soledad de una habitación. Puede ser frente a la vitrina de un museo, pero creo que la experiencia no es la misma. La posibilidad de observar de cerca esa letra de insecto puede hacer que las piernas se desarmen y tiemblen. A Víctor Aizenman también le sucedía. “Cuando yo empecé a trabajar en esto, a los 16 años, también temblaba frente a un material antiguo”, dijo. “Era superior a mí. Había una sensibilidad muy fuerte. Ahora, a lo largo de los años, quizás se va naturalizando y perdés la noción de lo único, de lo raro, de lo extraordinario. Y convivís con esto. No sé si algún día vuelva a temblar. Lo siento como un defecto. Hay un momento en el que tomás un poco de perspectiva: y eso lo recupero cuando viene alguien de afuera. La emoción es muy grande: empezás a tener en cuenta que esto está escrito con tinta, que tuvo toda una evolución en una caligrafía. Interpolaciones, signos de remisión, el típico bastón invertido en la firma.”

¿Cómo empezó tu interés por el coleccionismo?
Yo creo que es un virus del que uno nace inoculado. La razón, ni yo mismo la conozco. El deseo nace. A los 16 años empecé a trabajar como bibliotecario. Y en un momento la institución recibe, como donación, la biblioteca de uno de los fundadores de la sociedad de bibliófilos argentinos. Que no tenía descendencia. Tenía relación con esta biblioteca, la Gerchunoff, que está dentro de la Asociación Hebraica. Yo me encargué de la curaduría de esa colección y de la catalogación. Es una colección muy ecléctica, cosa que no es así entre los coleccionistas. Y abarcaba desde el período incunables hasta el siglo XX. Fue una experiencia importante. Trabajé en eso y después hubo un interregno. Entré a trabajar en una librería anticuaria, y en determinado momento, esa institución que no pudo cumplir con lo que él había estipulado con una sala particular, condiciones de preservación también especiales, la institución por cuestiones internas no pudo, entonces decidió venderla. Hubo una licitación y pude comprarla. Ese fue el despegue de mi actividad como librero independiente.

Si tuvieras que elegir un manuscrito de todos los que atesoras, ¿cuál elegirías?
Es difícil elegir entre los hijos. Yo trabajé mucho sobre Girondo. Me importa mucho. Y he tenido cosas de él, manuscritos de La masmédula. He tenido los cuadernos de su viaje a Egipto. Los originales, que en realidad son mezcla de manuscrito y texto dactilografiado de las primeras dos obras teatrales de él que quedaron inéditas: “La Madrastra” y “Comedia de todos los días”. Son materiales con intervenciones manuscritas de él.

¿Todo eso está a la venta?
Lo que no quiero vender no está en la librería: está en casa.

Los manuscritos de Borges, me contó Aizenman aquella vez, circularon de un modo bastante impredecible. Por un lado hubo salidas al mercado de material perteneciente al entorno familiar muy próximo. Primero lo que ellos podían tener. Ese fue uno de los modos de circulación. Sabemos que Leonor Acevedo, la madre de Borges, por ejemplo, retribuyó servicios con manuscritos de su hijo. [Aizenman mantuvo la reserva de los nombres, por cuestiones de ética profesional, pero supo que una persona en particular recibió bastante por esa vía, por ese motivo.] Y después, como sucede en el arte, cuando las cosas empiezan a valorarse, es el momento en que empiezan a surgir. El mercado comercial hizo que aparecieran más cosas. Un disparador fue cuando Estela Canto mandó a remate el manuscrito de “El Aleph”. En su momento fue un precio muy atractivo [30 mil dólares] y a partir de ahí empezaron a surgir más cosas. Empezaron los ofrecimientos y a medida que hubo ofrecimientos yo no los dejé pasar. Más allá de la búsqueda precisa. Así se fue convirtiendo en una colección importante. Aizenman llegó a tener cincuenta manuscritos de Borges. Al momento de nuestro encuentro poseía 35 entre los que se encontraban los manuscritos de “La Lotería de Babilonia”, “La muerte y la brújula”, “Emma Zunz”, “Examen a la obra de Herbert Quain”, “El tema del traidor y del héroe”, “Historia del guerrero y la cautiva”. Además de esos materiales de narrativa también tenía varias cosas de ensayo, algunas muy tempranas, y dos versiones íntegras de Luna de enfrente.

¿Quiénes son los interesados?
Las compras vienen de Europa, Estados Unidos, y algunas incluso desde la Argentina. Borges es prácticamente nuestra única figura que interesa en materia de originales. Y con un importante valor comercial. Todos los años participo de la Feria del Libro Antiguo de París a la que suelo llevar Borges y alguna vez se dio la paradoja de que algún coleccionista argentino compró algún manuscrito allá. A la literatura de Borges también le pasó algo parecido: acá empezó a tener importancia cuando le tradujeron Ficciones al francés. Entonces se empezó a poner foco en él. En la generación de Borges y en la figura de Borges en sí, por la manera que tenía de producir sus libros, los manuscritos y borradores son un material fundamental para analizar su obra. Si pensás un poco: a veces no tenés acceso a todo ese proceso previo. Pero finalmente la obra es algo “cosificado”, entre comillas. Lo verdaderamente productivo es todo el proceso que llevó a ese estadio final. En Borges nunca hay un estadio final. Nunca. Siguió corrigiendo aún lo publicado sobre textos publicados. Versiones casi íntegramente nuevas. De modo que ahí, para reconstruir ese proceso, y para lo que se llama la crítica genética es fundamental acceder a estos materiales. La cuestión con los manuscritos de Borges es que es casi imposible reunir el corpus íntegro. Porque tenés los primerísimos manuscritos de trabajo, también las versiones sucesivas, ya depuradas, están las más próximas a la publicación y están los textos publicados con las correcciones sobre el libro. Eso es muy interesante. A partir de todos esos elementos podemos ver sus alternativas, sus dilemas sintácticos, lingüísticos y el modo gráfico de presentar eso, que es un proceso que parece alquímico. Y algunos signos son de su invención: más allá de los corchetes y los paréntesis, encontramos los circulitos, los cuadraditos. Las notas, por ejemplo, dejan de ser notas al pie de página y pasan a ser notas a la cabeza o al margen o notas atrás y a la inversa. El manuscrito de “El sueño de Coleridge”, que ya no tengo, parece el delirio de un dios. Por las variantes y la cantidad de alternativas que tenía para cada frase. O hablar de frase es excesivo. El resultado de Borges es consecuencia de la obsesión por la síntesis máxima y la perfección. Y lo que tiene es la capacidad de condensación de sentidos. Es impresionante.

¿Borges hacía circular los manuscritos?
Nunca los mecanografiaba. Hacía versiones sucesivas de un texto. Con Bioy no sé cuál habrá sido el intercambio que podría tener con cada una de las cosas que escribían. En algunas puntuales imagino que sí. Pero el resto no sé. Se da una paradoja también: una obsesión por la palabra justa y al mismo tiempo la fluidez de algunos textos, que parecen salir como un chorro. No creo que sometiera sus textos demasiado a discusión. Ya tenía bastante con él mismo. Son interesantes los soportes para la escritura que usaba: algunos son clásicos, como los cuadernos escolares marca San Martín, por ejemplo. Por eso ese libro de él: Cuaderno San Martín. ¿Por qué tiene ese título? Porque lo escribió en un cuaderno San Martín. Cuadernos de tapas rosas. Los originales fueron escritos ahí. Los cuadernos Avon, típicos cuadernos espiralados: esos usó muchísimo cuando trabajaba, sobre todo, en la Biblioteca Miguel Cané. Los cuadernos de contabilidad donde puede verse el Debe y el Haber. Hay varios textos que están escritos ahí. Importantísimos. Escribía donde podía. Nunca utilizaba soportes prestigiosos. Hojas de cuaderno, papeles sencillos, algunos que él mismo los enmarcó. Y después está el tema de su caligrafía minúscula, de la que él mismo se burló en el cuento Pierre Menard.