El falsificador
El nuevo libro del historiador del arte Hans Ost permite a Valentín Díaz pensar algunas modulaciones de la experiencia originaria de la obra de arte y desenmascarar el fondo delirante de la especialización.
VALENTIN DÍAZ

Como después de visitar a un amigo que, de un día para otro, se convirtió a una religión experimental y, al mismo tiempo, adquirió una adicción nueva. Quisimos dejarnos, me acuerdo, seducir por el relato del viaje del fanático, por la vitalidad contagiosa que está en el origen del rapto necesario para dar el paso y entregar la vida a una causa tan decisiva para él como intrascendente para todos los demás, e intentamos incluso transmitirle una disposición (que no teníamos) a imaginarnos nosotros también ahí con él, y probamos un poco de su droga y nos interesamos en los pormenores de esas nuevas convicciones. Y señalamos con afecto, aunque eran decadentes, los cambios más visibles en su cuerpo, en su casa, en sus modos y en sus expresiones. Pero no. No funcionaba. La noche se hizo demasiado larga. Sólo queríamos salir de ahí. Y después de lograrlo, tras constatar que la calle y todas las cosas seguían en su lugar y que entre el tramo previo del día y ese momento se establecía una continuidad más fuerte que ninguna otra, respiramos con alivio, oliendo el aire de la calle, y tras un momento de detención, con la certeza de haber zafado, caminamos rápido como si alejarse fuera olvidar.
Demasiado próximos de sus temas, y de mí, huyo también de los especialistas. No es que no me parezcan necesarios, no es que no merezcan admiración, pero sospecho bastante de ese encierro autoadministrado en un tema a lo largo de los años. Incluso en los temas más dignos e inagotables. Y más sospecho de esa vocación guiada en realidad por las instituciones que hacen del especialista su meta y su mano de obra. Peor es cuando los temas son un nombre propio, incluso en los nombres más dignos e inagotables. Ahí el especialista se lleva a sí mismo a su expresión máxima, y en el mismo movimiento se arruina, se hunde en el tedio. Porque los especialistas, quiéranlo o no, le ponen a lo intempestivo que siempre habíamos querido identificar con el trabajo literario (pero nada de eso existía) un límite definitivo y un aspecto débil y falso de seriedad: la ciencia. Son los que parecen abandonar la sospecha de que después de todo quizás el tema no vale la pena, quizás no está tan bueno, quizás podría ser cualquier otra cosa. Pero son, sobre todo, los que un día, quiéranlo o no, se volverán los dueños, o peor, los viudos o las viudas del autor. Y en ese camino, se alejan de la experiencia de la obra.

Lo cierto es que pocos (quizás ninguno) de los grandes lectores, en la medida en que lo que los mueve es justamente la pregunta por la experiencia de la obra, fue un especialista. Tuvieron sus temas, se hundieron en ellos como si fuera para siempre, volvieron incluso a lo largo de sus vidas más de una vez a encontrarlos, pero con la certeza de que esa tarea no podía terminar coincidiendo con la propia obra. El que se aproxima lo suficiente a su tema puede llegar, si se ilumina, a construir un ensamblaje irrompible y definitivo; pero hay que escapar a tiempo: el que se aproxima demasiado a algo, es evidente, ya no ve. Los temas, por eso, son épocas de la vida, modos de la vida del que lee. Pero lo verdaderamente interesante, si es que lo hay, pasa siempre justo al lado, un paso afuera o al margen de los temas. Es lo inminente, la conexión, la deriva.
Sin embargo, incluso en el último especialista, en aquel que logra hacer de su vida un único motivo, como quien escucha una banda, o un disco, o un único tema en repeat ilimitadamente a lo largo de los años y al cabo ya no escucha, sólo espera que ese sonido empiece para ratificar que todo sigue ahí, que nada ha cambiado, que el ritmo de los días sigue siendo el mismo, incluso en ese especialista gris hay otra cosa, una forma del engaño y de la coartada.
Por eso:
Que durante la contratación de Peter Paul Rubens por parte del duque de Mantua, Vicente I Gonzaga, como artista de la corte entre 1600 y 1608, el pintor habría entrado en contacto con Monteverdi y el nacimiento de las primeras obras maestras de la ópera moderna.
Que producto de esa coincidencia ambos artistas habrían transformado “la representación de las pasiones mediante la pintura y la música” en el marco de “una cultura cortesana vanguardista” y que así “la pintura de Rubens también debió convertirse en parte de una obra de arte total de orden superior”. Que de ese modo Rubens se habría vuelto un “pintor teatral”.
Y, finalmente, que por esa y otras muchas pistas es posible confirmar que la pintura El consejo de los dioses —de origen enigmático hasta ahora, cuya función original y recorrido hasta su lugar de exhibición actual (el castillo de Praga) también se desconocían— sería por lo tanto originalmente un aulaeum, es decir un telón teatral (uno de los pocos conservados).

Nada de eso es lo que realmente importa cuando se lee un libro como el del historiador del arte alemán Hans Ost (1937), Rubens y Monteverdi en Mantua. Sobre “El consejo de los dioses” del castillo de Praga. Porque el libro, como todo trabajo guiado por una pregunta noble, siempre en determinado momento confiesa (incluso sin buscarlo) que la ciencia es su coartada pero no aquello que verdaderamente lo mueve y que la especialización es un modo de sobrellevar la propia compulsión.
Dice Ost en el último párrafo de este libro:
“Más allá de cualquier teoría, también en este caso era determinante sobre todo la impresión sensorial que le causó al pintor la música moderna de Monteverdi y la práctica teatral mantuana, lo cual plasmó luego a su manera con los medios del arte pictórica”.
¿Qué puede saber Ost de la “impresión sensorial”, es decir, de la experiencia que Rubens hizo un día de 1602, a los 24 años, en Mantua como pittore fiammingo de la corte de Vicente I y en contacto con Monteverdi? Nada, naturalmente. Pero entre la nada del comienzo (el tiempo de la pregunta) y la nada del final (la “conclusión” que el género pide) está ni más ni menos que el viaje de Ost, un viaje al este. Un viaje, como el del fanático o el del drogado. Sí, viajar y estudiar son lo mismo. Alejarse de aquí y probar otra vida y alcanzar lo que a la distancia es inalcanzable, el detalle, la sucesión de mínimas constataciones, las peleas con los fantasmas de todos los que ya estuvieron ahí buscando lo mismo y las sensaciones que arman un mundo. El viaje permite a Ost hundirse en los restos diurnos de esa experiencia que se llama Rubens y con el pretexto de la reconstrucción histórica y el hallazgo de la verdadera historia de un cuadro, entrar en contacto con todo lo que queda. La manía del archivo, el acceso a las fuentes.
Pero la verdad es la esencia del delirio del historiador del arte. Y este cuadro, sin ir más lejos, es una prueba: hasta 1964 El consejo de los dioses no formaba parte de la obra de Peter Paul Rubens. Sólo una restauración (ese otro viaje, el del pintor anónimo que, también en nombre de la ciencia, logra pintar de nuevo una obra amada, como Pierre Menard, y volver, en el colmo del delirio, al original, el color original, la luz primera de una obra sin tiempo) y una serie de consensos que seguramente la posteridad confirmará tan transitorios y tan frágiles como todos los que lo precedieron, hacen posible afirmar que se trata de un Rubens. Pero qué importa. Lo que esas intrigas permiten es mantener abiertas las obras y experimentarlas como lo que fueron, un proceso, un conjunto de azares y convicciones, lo que José Lezama Lima llamó la guerra entre la causalidad y lo incondicionado.

Es decir, la pregunta de Ost es tan delirante que, al intentar acercarse al origen de una obra de Rubens, hace un doble movimiento: se aleja irremediablemente (porque es una pregunta imposible) y, al alejarse, se acerca paradójicamente (porque hace su propia experiencia del fragmento, la ruina y los restos, lo que se llama arte). El resultado de ese viaje es otra obra-de-arte-total en la que música, teatro y pintura definen un horizonte (uno más, mínimo y sutil) de los inicios del siglo XVII en la corte de Mantua. Pero si nada de eso es importante (son temas conocidos por tantos otros especialistas a los que se suma aquí algún detalle) es porque lo que quizás se hace posible al transitar páginas como las de Ost es mantener vigente la auténtica tarea de la crítica: imaginar renacimientos de las obras (construir su verdadero destino) y hacer del nombre de Autor —Peter Paul Rubens— una cosa viva, provisionalmente viva para el presente, aunque tan solo sea de un modo lábil y fugaz, como cuando se pasa del capítulo XXIV al XXV y se percibe a Ost creyendo ver al fin lo que desde el comienzo quería ver, convencido de que sus pruebas le permiten verlo. Un viaje que el lector, quizás, hace con él.
Hans Ost es reconocido también como especialista en un tema que merecería, éste sí, una reivindicación como ciencia, algo así como la falsología del arte: tema que trabaja ejemplarmente en Leonardo da Vinci. Quizás en el falsificador pueda verse un doble del crítico e historiador del arte (la figura intermedia sería el restaurador): aquel que (un poco) nos miente y a cambio de nuestra confianza nos entrega lo mejor que tiene: la ilusión de la experiencia originaria de la obra.