Los libros de la buena memoria
En este libro Philippe Ariès nos introduce en dos tópicos centrales: la cuestión de la memoria de la historia y la discusión en torno al valor historiográfico del género Memorias. Pero, al mismo tiempo, nos presenta una autobiografía de sus propias lecturas de formación.
Luis Gusmán

La memoria parece convocar siempre un arte de la escritura. Las pruebas están en la biblioteca: hay, por supuesto, libros de reflexión insoslayables como The Art of Memory de Frances Amelia Yates o, entre nosotros, Violencias de la memoria de Jorge Jinkis; pero también textos como el Aide-mémoire (el breviario moderno de la antigua retórica en que Barthes le concede a la palabra el prestigio de su origen) o como Speak, Memory, esa “autobiografía hasta donde es posible” donde Nabokov oye para hacer oír incluso los gritos en la calle o de la masa palpitante.
En Ensayos de la memoria 1943-1983, Philippe Ariès (1914-1984) nos introduce en dos tópicos fundamentales: la cuestión de la memoria de la historia (inseparable quizás del quiasmo: historia de la memoria) y la discusión en torno al valor historiográfico del género Memorias. Pero, al mismo tiempo, nos presenta una autobiografía de sus propias lecturas de formación en el complejo oficio de escribir la historia. Dividido en cuatro partes (“Una mirada hacia atrás”, “Raíces”, “Comprender el presente” y “Genealogía de lo privado”) el libro de Ariès vuelve así sobre sus propios pasos y, de manera sumamente original e insólitamente profana, plantea un recorrido retrospectivo por los senderos de su propia formación como lector.

Ariès aprovecha entonces para contar o confesar que esa formación no se dio en el silencioso encierro de las bibliotecas, ni en los archivos, en los museos u otros lugares solitarios. En realidad, dice, “nunca estuve solo. Tuve amigos, compañía intelectual, en fin, maestros, especialmente cuando miro hacia atrás, hacia el pasado fue tanto lo que me influyeron: Daniel Halevy y Gabriel Marcel”. En la “mirada hacia atrás” están presentes los dos maestros en una genealogía de la amistad que, no casualmente, aparece contada por Ariès desde la posición original del “niño que fui”. El historiador relata entonces cómo escapó a la angustia de las influencias, en especial cuando, como Ulises, no se dejó llevar el canto de sirenas de los autores faro y de los dos discursos dominantes en el estado de lengua de su época: el positivismo por un lado y el marxismo por otro. Por eso se presenta con una frase no exenta de ironía: “Un niño descubre la historia”.
Tras ese inicio, Ariès cuenta cómo avanza, en tanto historiador, en sus investigaciones y en el descubrimiento de su característico modelo de argumentación. Lo hace con Prudencia: “no debe aceptar sin reservas las relaciones que se presentan con mayor evidencia entre los espectáculos de lo visible y las pulsiones de lo invisible”. Pero también con Audacia: no puede vacilar al “restituir los eslabones que han sido escamoteados y que harían falta si se atuviera solo a las apariencias”.
Este tránsito entre lo visible y lo invisible no deviene en Ariès en una hermenéutica; se presenta más bien como una transposición de los códigos estereotipados entre estos dos registros. ¿Cuál es el eslabón entre lo visible y lo invisible? Y, en tanto ecos freudianos, ¿entre lo manifiesto y lo latente? Ariès sitúa esa articulación haciendo intervenir el secreto, a través de una referencia a Guy Rosolato: “tal como el ser se oculta y se muestra en el secreto”.
Irónicamente borgeano, como si estuviese leyendo “El pudor de la historia”, donde su autor argentino enuncia que la biografía de un hombre bien podría ser contada a partir de sus sueños, Ariès deja a un lado el pudor de la historia para exponer los pudores ante los que otros historiadores se han detenido. Es casi una petición de principios, al punto que Ariès ofrece su propio “Secreto” en el primer capítulo del libro: “mi aventura se puede resumir en una lucha por liberarme de la concepción nacional y política del mundo de Abajo, mundo que echaba de menos. Ese mundo de Abajo era el de mis recuerdos de infancia y adolescencia que a su vez se habían asimilado y asfixiado por el sincretismo maurrasiano”.
Pero no solo por eso. Su “aventura” se caracteriza también por el trabajo de participar en seminarios y coloquios en el foro universitario. La cuestión –el autor de El hombre ante la muerte lo advierte con perspicacia– es que, en ciertos ámbitos, no solo el conocimiento sino hasta la amistad intelectual corre el riesgo de institucionalizarse: “Hoy el historiador solitario puede decir que ha encontrado la compañía que durante tanto tiempo le hizo falta”. Una metáfora muy francesa, que alguna vez supo implementar Arlt, le permite describir ese pasaje con cierta ferocidad. No hablo de ferocidad bélica (de las grandes potencias sobre los que viven en el desierto), sino de la figura moderna que comienza por vía de la “conquista” y se prolonga en la economía del turismo: la ciudad entra en el desierto. Ariès recurre a esa metáfora para aludir a esa “soledad mal llevada” que permanece indeleble en la memoria: “Solo trataba de evocar o que fue mi estadía en el desierto para poder explicar mejor la satisfacción que me produce salir de él”.
De ese modo, el libro de Ariès nos va introduciendo en el terreno de la memoria personal sin renunciar a la rigurosidad extrema del historiador que recordamos por trabajos extraordinarios como Historia de la muerte en Occidente. Pero lo más significativo de este conjunto de ensayos compuestos entre 1943 y 1983 no radica en el mapa de influencias que el autor va trazando de texto a texto, sino en la manera de leer la historia que se va definiendo en esos escritos de formación. Por esa razón resumirlos, comentarlos, tomar alguno como ejemplo, sería en cierto modo privar al lector de ese descubrimiento de un modo particular de elaborar el relato de la historia.

Ariès sin embargo, no se priva de la mirada retrospectiva, llegando incluso a dar un lugar importante a los parloteos traídos del seno de la memoria familiar y las imágenes de la infancia: “En realidad, nada menos fútil que esas imágenes nostálgicas e ingenuas. Ellas inspiraron las páginas de mi primer capítulo (‘Un niño descubre la historia’) y constituyen la trama concreta no solo de este libro, sino de toda mi vida. A esa mezcolanza de genealogías, de recuerdos, de leyendas, de lo real y lo imaginario, le puse el nombre de ‘Historia particular’, por oposición a la gran historia, a la historia, revolución”. La memoria del historiador se elabora no sobre la semejanza sino sobre la diferencia. Si otorga un papel decisivo al campo imaginario, lo hace citando a lo que André Malraux bien llamó obra de escritor: “la historia –la que se escribe, esta vez– debe intervenir en los mecanismos de compensación de una sociedad que se ahoga bajo la uniformidad y reacciona aumentado el numero de marginales. Para ello tendrá que añadirle una función nueva a aquella antigua ya, de la memoria. Espontáneamente, la sufrida sociedad le pide –como lo hace con la novela– que reconstruya, en un imaginario mas verdadero que el natural, la diversidad de las realidades perdidas”.
Toda la obra de Ariès puede definirse en esas líneas: una historia de las diversidades que incluye una política de la memoria que es una memoria política. Una obra de escritura en la que las “realidades perdidas” que recupera la memoria son también parte estructural del relato historiográfico: lo que no implica en modo alguno un renunciamiento relativista sino que más bien da cuenta de una comprensión cabal, compleja y diversa de la historia.