La película Genius retrata la relación entre el editor Maxwell Perkins y el escritor Thomas Wolfe pero deja un poco de lado la tensa amistad entre dos escritores geniales: Wolfe y Francis Scott Fitzgerald.

FERNANDO KRAPP
Genius, dirigida por Michael Grandage

Nada me irrita tanto como las películas que caracterizan a escritores o escritoras famosas. Suelen resaltar aspectos convencionales, o bien los convierten en seres estúpidos y poco empáticos. Esas películas no hacen que los espectadores nos acerquemos a la obra de nuestros ídolos, todo lo contrario. ¿Quién quiere leer a David Foster Wallace después de ver a Jason Segel con un pañal en la cabeza en The End of the Tour? ¿O a Jorge Luis Borges tras los balbuceos infantiloides de Miguel Ángel Solá en Los libros y la noche? El punto máximo de esos adefesios es Midnight in Paris de Woody Allen, con su galería de lugares comunes y guiños pavos al estilo Revista Billiken sobre la generación perdida norteamericana.
Ahora estoy viendo una película que vuelve sobre algunos de esos escritores y que por supuesto me parece un bodrio fuerte. Se llama Genius (2016) y retrata la relación entre Maxwell Perkins y Thomas Wolfe, con un exagerado Jude Law haciendo de escritor atormentado por un talento desbordante. Me llama la atención el poco espacio que se le da a Francis Scott Fitzgerald, sobre todo si tenemos en cuenta que la amistad entre los dos escritores fue casi tan intensa como la que tuvo Wolfe con su editor. También me molesta encontrarme, una vez más, con una versión liviana, siempre galante al borde de una playa californiana, del autor de esa obra maestra que es Suave es la noche.

Lo cierto es que la relación entre Fitzgerald y Wolfe tuvo sus altibajos, como todo en sus vidas. En 1930, después de su novela debut Look homeward Angel, Wolfe obtuvo la beca Guggenheim que le permitió viajar a Europa y dejar en Estados Unidos a su novia, que le llevaba varios años. Wolfe había estudiado dramaturgia en Harvard, pero su estilo desbordado, su máquina literaria capaz de construir Estados y territorios nuevos, no se ajustaba a los parámetros funcionales de las obras de teatro. En Europa, Wolfe conoció a Scott Fitzgerald.

Fitzgerald andaba por su lento e inexorable camino hacia el fracaso. Había publicado su único éxito en vida, A este lado del Paraíso, y vivía de fiestas y excesos, mientras acumulaba material e historias clínicas de Zelda para Tender is the Night. Los escritores se cruzaron en París, gracias al arreglo previo del editor de ambos, Maxwell Perkins.
En Julio de 1930, Wolfe le escribió a su editor contándole de su encuentro con el autor de El Gran Gatsby. Habían pasado una cálida tarde hablando y bebiendo. Charlaron sobre la guerra, sobre qué significaba ser americano, sobre Mark Twain, hasta sobre los problemas con sus padres. Wolfe escribió: “Scott me contó que Zelda ha estado muy mal –tuvo una crisis nerviosa– y ahora está en un sanatorio mental en Genova”. Ese mismo verano, en Suiza, los dos autores se volvieron a cruzar. Esta vez, Fitzgerald le escribió su percepción a Perkins sobre Wolfe, midiendo su talento con su frenemy de toda la vida: Ernest Hemingway (otro de los escritores editados por Perkins, vale decir). “Tenés un verdadero hallazgo en Wolfe –lo que pueda llegar a hacer es verdaderamente incalculable. Tiene una cultura más fina y profunda que la de Ernest, e incluso más vitalidad, si dejara a un lado la voluntad poética y avanzara sobre la enorme superficie de lo que quiere abordar. Tampoco tiene toda la tenacidad puesta en mantener la chispa creativa –es más susceptible a los avatares de lo que ocurre en el mundo”.

Los dos escritores mantuvieron un contacto epistolar durante los años 30. A tal punto se construyó una amistad que ante los ataques que sufrió Fitzgerald por la publicación de sus libros, Wolfe envío cartas en su defensa a los diarios. El vínculo comenzó a resquebrajarse cuando Fitzgerald, quizás gorbernado por el delirio del alcohol, la envidia o la autodestrucción (o por todo junto a la vez), decidió decir algunas cosas sobre Wolfe en una entrevista publicada en The New York Times, dichos que llegaron a los oídos de su amigo.
Perkins le pidió a Scott que le escribiera a Wolfe aclarando un poco qué era lo que había querido decir en la entrevista. Para evitar cualquier desborde emocional en Wolfe, Fitzgerald trató de aclarar algunos puntos acerca del arte de escribir novelas: sobre la necesidad vital de la corrección, sobre Gustave Flaubert, y qué sano es cortar frases con un hacha bien afilada. La carta es un dardo lanzado al corazón de la narrativa y la voluntad creadora de Wolfe. Al mismo tiempo, no dice otra cosa que las que se pueden escuchar en miles de talleres literarios, incluso hoy: hay que ser breve, saber editarse, es tan importante lo que se saca como lo que se pone en un texto, etc. La respuesta no tardó en llegar.
A diferencia de la extensión de la carta de Scott, la de Wolfe era larga. Muy larga. “Me decís que un gran escritor como Flaubert dejaría afuera de su novela de manera consciente cosas que cualquier fulano no dudaría en dejar adentro. Bueno, no te olvides, Scott, que un gran escritor no sólo es bueno por lo que deja afuera (leaver-outer) sino por lo que pone adentro (putter-inner), y que Shakespeare, Dostoievsky y Cervantes eran grandes por todo lo que dejaron dentro, así como Flaubert será recordado por todo lo que decidió dejar por fuera.”
En cierto modo, Scott le recomendaba a Wolfe ser un escritor distinto y no exponerse tanto. Quizás no era mal consejo. Quizás veía que su propia carrera se venía a pique después de haber contado su malestar con la enfermdad de Zelda en sus novelas y cuentos sin obtener éxito alguno, y ahora debía correr a los estudios para conseguir trabajo y pagar por los tratamiento de su esposa, mientras paraba en una pensión de mala muerte y drenaba sus noches en botellas de alcohol barato. Quizás veía muy expuesto a su amigo. Wolfe no lo entendió así. Para él fue una ofensa y volvió a la carga en otra carta: “He leído tu carta varias veces y tengo que admitir que no tiene ningún sentido para mi. La conclusión que puedo sacar es que sería un buen escritor si pudiera diferenciarme del escritor que soy”. (Esta gente hablaba de literatura en términos tan estremecedores como enternecedores). “Esto puede ser cierto, pero no veo el punto de lo que pueda llegar a hacer al respecto, y no creo que vos puedas decirme cómo mejorar”.
En cierto modo, ambos puntos de vista definen una estética. En Fitzgerald, la tradición rusa y francesa, pasada por el tamiz vibrante de las capas medias en ascenso en la época dorada del jazz y su inexorable caída, su elegante crack-up, condensados en una prosa que brilla en los detalles. En el caso de Wolfe, una literatura en expansión, abierta y desmesurada, dura e imperfecta (“quien mejor fracasó en la literatura americana fue Thomas Wolfe”, dijo William Faulkner), que en apenas 38 años de vida se las ingenió para escribir una de las obras más radicales e influyentes de la literatura norteamericana. Un proyecto comparable con la comedia humana de Balzac. La diferencia entre ambos autores es sustancial: mientras que en Balzac la literatura es un reflejo de los diversos estratos sociales interconectados entre sí por las historias de sus personajes, Wolfe está más interesado por las percepciones y por la memoria, por cómo el tiempo crece y deforma, por cómo la literatura puede reflejar ese paso del tiempo sin necesidad de contenerlo en una forma cerrada.
La relación entre Wolfe y Scott Fitzgerald se terminó de resentir. En sus cartas, Wolfe se lamentó por haber conocido a su viejo amigo e incluso señaló en varias oportunidades que Fitzgerald había atentado contra su propio trabajo. Mientras éste, en cambio, reconoció a Wolfe como maestro, pero eso fue con el tiempo, tras su muerte en 1938. Lo mismo hicieron Hemingway, Faulkner y los escritores de la Generación Perdida. Pero no sólo ellos: la escritura de Wolfe se cuela en los largos párrafos inconscientes de Kerouac y en la intención/tensión vital de la escritura beat. Está en John Steinbeck y en su búsqueda por abrir los cercos del realismo etnográfico. Phillip Roth reconoció haberse desvelado en su juventud con sus novelas. Y no existiría ni media linea de Paul Auster sin Thomas Wolfe. Mientras termina la película me digo que, quizás, el título no haya estado tan errado.