Gorgonas
Como restos de un mundo en desaparición, revisitamos tres relatos con monstruos femeninos y hombres desesperados en la literatura argentina
FLAVIO LO PRESTI

Quizás hablar de “monstruos femeninos” en el presente esté al filo de la provocación: el humor social en el mundo y particularmente en la región no tolera los equívocos ni las medias tintas, y estamos siempre en el borde del estallido de irritabilidad. Es cierto, también, que las bibliotecas están colonizadas mayormente por nombres masculinos, y que es fácil encontrar hombres adorando mujeres, sufriendo por mujeres, y haciendo de las mujeres monstruos. De todos modos, ¿qué es un monstruo? Aira lo define como lo que es único en su género: Moby Dick, Frankenstein, Nessie, lo que define la especie es la falta de especie en cada caso, y aquí estamos frente a tres mujeres construidas en tres relatos eróticos argentinos que merecen, en la mente de unos pocos lectores, un rescate periódico, una reivindicación y el amor de las masas.

El calor en Fontana
El primero por orden de aparición es una vieja novela del inefable Mempo Giardinelli. Su figura pública (al margen de sus simpatías políticas, que puedo compartir) me ha impedido leerlo, pero de chico tuve entre mis manos, en una vieja edición de RBA, Luna caliente, y su lectura fue un flash: uno de esos libros que a un joven aspirante a escritor con deseos de deslumbrar, entretener y tener éxito le gustaría escribir.
En el medio del libro uno puede encontrar momentos premonitorios: “Odiaba a las mujeres, solo entonces se daba cuenta. ‘Soy un misógino’, se rió. Aunque no, no era tan así. En París, varias amigas lo habían acusado de machista; en veladas inolvidables, juguetonas, divertidas, discutiendo sobre las conductas de los hombres frente a las mujeres. Machista, le decían; feministas primarias, alocadas, contraatacaba él. y se reían. No sabían nada de la vida. (…)Por desearlas y necesitarlas, les tenemos miedo. Nos causan pavor. ¿O no era lo que había sentido frente Araceli, anoche? Él, Ramiro Bernárdez, el gran macho, el argentino maula capaz de alzarse a una francesita de París, anoche se había convertido en un vulgar violador. Por miedo, por terror”. Sacado del manual de texto de los hijos sanos del patriarcado, Ramiro Bernárdez es un abogado que vuelve de hacer un máster en París y es invitado por el doctor Braulio Tennembaum, médico de campaña amigo de su padre. La Araceli que construye Mempo sale de la cuña de las nínfulas nabokovianas: una niña sexualmente precoz que alimenta el deseo de un depredador maduro. Araceli tiene una edad inconcebible, y parece provocativa a los ojos de Ramiro, a quien un desperfecto en el auto lo obliga a quedarse (¡contra sus deseos!) en la casa de los Tennembaum en el pueblo de Fontana.
La noche (con la omnipresente luna caliente del Chaco) es también un momento de manual: Ramiro se cuela en la habitación de la ninfa/víctima, la despierta y, frente a su terror, viola, sofoca, golpea y (cree) mata. La espiral en la que cae recuerda al movimiento de tantos asesinos que solicitan nuestra empatía; se me viene a la cabeza el Ripley de Patricia Highsmith, pero de inmediato aparecen las diferencias. Ripley es un sobreviviente pobre rodeado de la insensible clase que detenta la mitad de la riqueza del mundo, y a su debilidad original (es pobre y bisexual) y apetito de ascenso (una fuerza demoníaca opuesta a la inercia burlona e hiriente del poder- tan bien captada en la personificación del millonario Dicky Greanleaf que hizo Judd Law en The talented mister Ripley, de Anthony Minghella) le suma una extraordinaria, muy simpática dotación de talentos. Ramiro Bermúdez es un desagradable Dicky Greanleaf que decide que Araceli tiene que ser suya porque hace calor, y después del crimen comienza una barrosa huída que incluye el asesinato de su padre, la denigración de Araceli frente a su madre como forma de defenderse (un sentimiento de superioridad que está en su misma constitución intelectual) y una serie de actos cobardes. Y sin embargo lo acecha un fantasma. Porque las trompadas que pega no matan a Araceli. Araceli vuelve, y quiere más. ¿Más de qué? ¿Es la novela una figuración del miedo masculino a una supuesta inagotabilidad del deseo femenino? ¿Es una novela que inventa un fantasma reiterativo para ponerle cuerpo al miedo masculino a la falta de potencia? Lo cierto es que no importa el daño que se le haga, Araceli regresa, como los corpóreos sueños femeninos que proyecta el planeta Solaris para atormentar a Kris Kelvin en la novela de Lem.

Marcas en la piel
El segundo monstruo femenino aparece en el que es quizás el mejor cuento erótico (o nouvelle) que he leído en español, aunque es una apreciación que las mujeres no suelen compartir. Se titula Escamas, Piel y, consciente de su valor, Elvio Gandolfo lo editó tres veces, una en Alfaguara conformando un díptico junto al hilarante Rete Carótida, bajo el título de Dos mujeres; otro en editorial HUM, como Mujeres (se agregaba un tercer cuento) y de nuevo repitiendo la edición original, bajo el mismo título, Dos mujeres, en Periférica. El cuento trata sobre Berti, visto en tercera persona, y del recuerdo que registra en un viaje en el colectivo a partir de escuchar la frase de un pibe que viaja cerca suyo: “me dejó enganchado”. Berti es empleado contable en una ferretería, y también ha quedado enganchado, pero de una manera como mínimo extraña: jugando un juego cortazariano, entra todos los días a una panadería en la que una misteriosa mujer le llama la atención, esperando el momento en que la salida simultánea (y el posterior seguimiento) se dé de forma natural. Un compañero de trabajo, Corradi, le advierte que la mujer es peligrosa, que tuvo algo con un empleado que ya no trabaja en la ferretería. Pero Berti decide avanzar, y empieza la primera etapa de su relación con Irene, una etapa “de una felicidad directa, lisa, simple de estar juntos, de prescindir de la ropa, de explorarse con manos, lenguas y pies, de frotarse, de quedarse dormidos el uno contra el otro”.
Una de las cosas notables de este cuento es su deconstrucción del deseo heterosexual masculino, de su carácter social: Berti se siente obligado a calificar las partes tradicionalmente sexuadas del cuerpo de Irene de una “manera mecánica, tal vez injusta, que su pertenencia a un país, una época, un sexo, una ciudad le ordenaban”. Pero el deseo que va descubriendo es más sutil, menos socialmente comandado, aunque lo lleva (también) a una espiral: el empleado desaparecido es objeto de un cuento tenebroso del viajante Fernández, que lo ha visto a través de un hueco en un hotel, en el límite con Brasil: Doukos, el ex empleado en cuestión, está marcado por una infinidad de puntos rojos ubicados a distancias exactamente repetidas unos de otros, puntos que configuran una red ausente. Pero ni la amenaza de lo siniestro ni la de la enfermedad acobardan su deseo, y entra en una segunda etapa en la que Gandolfo mezcla aspectos físicos y metafísicos: la luz, el fluir y lo líquido envuelven el contacto de una forma tierna que lleva a Berti hasta una suerte de altura acuosa, hasta tener el centro de gravedad “fuera del cuerpo”.
La tercera etapa es brutal porque precipita lo que el cuento viene ocultando: la mujer se transforma en algo que no es ella misma, al menos en la percepción de Berti, y lo obliga a una de esas decisiones que solo las formas más dolorosas del amor inventado por los hombres pueden forzar: “¿aceptaba todo o, como casi todo el mundo, había llegado a su propio límite?”. Berti acepta, pero la relación entra en un declive que tiene un momento tanguero final en un bar: “Berti no entendía, pero captó que los ojos húmedos hacían un esfuerzo tremendo para no bajar. Él en cambio los bajó, sin esfuerzo, intrigado, y los dejó clavados, atadas a la muleca delgada y blanca de la mujer. Debajo de la piel, como un dibujo levísimo hecho de jugos vegetales, con inapresables técnicas orientales, se transparentaban bellamente escamas, como vistas más allá de un agua cristalina. Berti adelantó la mano y ella retiró la suya, ocultándola bajo la mesa”.

El precio del placer
El tercer relato del que hablo es Plaisir d’amour, de Carlos Chernov, el último de Amores brutales. Chernov se permite en este cuento ir contra toda preceptiva y arranca donde tiene ganas: un psicoanalista sin pacientes está escribiendo ciencia ficción con telépatas torturados por el dolor ajeno. Un llamado telefónico lo pone en contacto con una tal Milena, y termina enredado con esta chica más joven en una relación sexual de ambiguo placer: “Estábamos magnetizados por una agitación pegajosa que me enloquecía; nunca antes había tenido una relación tan exasperante”. Pero lo peor es que Milena lo daña con sus uñas ponzoñosas y termina por indisponerlo. El regalo del cielo que recibe este hombre maduro despojado de autoestima, una joven agraciada y sexualmente muy activa, se vuelve una maldición que involucra elementos bizarros: la presencia recurrente de José Luis Manzano y una canción de Los redonditos de ricota; una banda de jóvenes punk que lo persiguen, le rompen el auto y le escriben PUTO en la puerta del consultorio. Aterrado, el narrador, decide pasarle la maldición a su amigo Ernesto, un cuarentón sin suerte romántica: escribe la crónica de lo que sucedió hasta ese momento simulando la intención de entrar en una antología que su amigo prepara, para forzarlo a morder el anzuelo. Pero Ernesto sufre también el mal de Milena (en su caso se llama Malena) y se contagia una enfermedad venérea. La solución que encuentran es publicar el relato y transferir la maldición, porque como dice Chernov, “la gente se halla desprevenida frente a los libros. Tienen buena opinión de ellos, piensan que leer siempre es provechoso, o por lo menos inocuo. Leer hace mal”.
Estas historias con monstruos femeninos son la evidencia de que hay formas de amor que, como leer, hacen mal. ¿Serán posibles estos relatos en el mundo del futuro, después del triunfo del bien? ¿Serán el resto arqueológico de un dolor extinto?