1999: el año en que fuimos felices
Dos cinéfilos recorren las grandes películas estrenadas en 1999, momento bisagra en el tránsito del registro en fílmico al digital y clave en la formación del ojo de varias generaciones
FERNANDO KRAPP Y GERMÁN SARSOTTI

Quienes nacimos en los ochenta – y un poco más atrás también – vivimos la experiencia de ir a las salas de cine con un desfasaje. Se nos daba a entender que las películas que estaban en cartel no eran buenas o no estaban a la altura de las grandes obras maestras, como Amanecer de F. W. Murnau o Citizen Kane de Orson Welles, o incluso Tiburón de Steven Spielberg o Alien de Riddley Scott. No íbamos a los cines de la calle Lavalle, sino a las salas plásticas y acolchonadas de los Shoppings que empezaban a descender en las periferias como naves espaciales enviadas desde el corazón del imperio. Entre pochoclos y Coca Cola aguada, nos encerrábamos en los cines para ver películas dirigidas por directores ignotos: Spike Jonze, David Fincher, Paul Thomas Anderson, y una larga lista que hoy nos resultan ineludibles para pensar no solo la historia del cine, sino el gran viraje que sufrió el formato después del año 2001.
Este año, 2019, se cumplen 20 años del estreno de un puñado de películas que cambiaron la forma de ver el cine para toda una generación (la nuestra). En aquellos años de incertidumbre por el presunto desajuste digital que conduciría a un apocalipsis tecnológico, como un médium que se anticipa al futuro, el cine respiraba el fin de siglo. Extrañas películas de presupuestos millonarios llenaban la cartelera, y muchos directores, formados bajo las normas y el imperativo feliz de la publicidad, hacían filmes (sí: se filmaba en 35 mm) que funcionaban como un reverso técnico de aquello que vendían en tandas diarias. Fight Club, basada en la novela homónima de Chuck Palahniuk, se alzó como la voz tullida y adolescente de una generación que aullaba en el subsuelo de un bar con un estilo beat a lo Allen Ginsberg: “Veo en este club a los hombres más fuertes e inteligentes que jamás hayan vivido. Veo todo este potencial y lo veo derrochado. Una generación entera bombeando gasolina, atendiendo mesas, esclavos de cuello blanco. La publicidad nos tiene persiguiendo autos y ropa, trabajando en trabajos que odiamos para poder comprar cosas que no necesitamos”.
Suerte de remake en clave post expresionista de El Graduado de Mike Nichols (la entrada en el mundo adulto del icónico personaje de Dustin Hoffman es el reverso del retroceso a la adolescencia que aquí experimenta el protagonista), esta es la cuarta película que David Fincher dirigió a sus 36 años. Edward Norton es un analista de riesgo que evalúa estadísticas de accidentes en Estados Unidos, hasta que una noche, cansado de su vida de Ikea, se inventa un Mr. Hyde fachero y peleador interpretado por Brad Pitt. Fight Club atomizaba el relato no para mostrar una lógica causal de los hechos (el camino del héroe de los ochenta quedaba demasiado lejos), sino, como enseñó Alfred Hitchcock, la impresión siempre onírica, siempre fantasiosa, nunca exacta, de esos hechos. Lo irreal invierte el plano. Bienvenidos al mundo de la mente.
Fight Club fue también un alegato, una canción entre pop y grunge, sobre la encrucijada laboral del capitalismo posmoderno. Aquel “marry and reproduce”, mensaje marciano que se leía debajo de los carteles publicitarios cuando te calzabas los lentes oscuros en They Live de John Carpenter, se había convertido en la norma. Los espacios para la contracultura se agotaban en los techos bajos de las oficinas y en la neurosis de los empleados formados en Princeton. Neurosis y trabajo fue el tema del guion escrito por quien fuera, en aquellos años, el guionista estrella de Hollywood: Charlie Kaufman.

Cuenta Kaufman en una entrevista en The Guardian que su primer trabajo fue en una serie de televisión como guionista. Los noventa fueron el auge de las sitcoms, y un programa de esas características parecía el destino para cualquier guionista que quisiese empezar una carrera. Pero una vez dentro de un equipo de escritores, el trabajo de Kaufman consistió en copiar la voz de los guionistas del programa Get a Life. Es decir, en ser “dialoguista”. Lo que para cualquier aspirante en la industria era una oportunidad laboral, para la mente de Kaufman se volvió una herida a su libertad personal, y a su propia voz. Como consecuencia, no pudo hablar por un tiempo.
Así surgió la idea de ¿Quieres ser John Malkovich?, un clásico del what if… Cómo sería tener la voz de otra persona. En un relato típicamente kafkiano, un oficinista interpretado por John Cusack consigue un trabajo en una oficina cuyo piso está enigmáticamente ubicado entre dos pisos. Allí, encuentra un pasadizo que lo lleva a la mente de un actor conocido. Esa experiencia tanática se vuelve adictiva; puede, de pronto, conectar con su deseo, sentir placer, suspender la neurosis, coquetear con la anulación del yo, con la muerte en vida. Si lo pensamos bien, la película dirigida por Spike Jonze (antes de rendirse al paraíso bobo de los hipsters con Her) es una sit com sin reidores. El espectador no sabe si reírse o no, y cuando un chiste ocurre, la risa se convierte en una mueca de desesperación. Kaufman – que logró poner en escena a Robert McKee en Adaptation – dice: “Narrar es peligroso. Considera un episodio traumático en tu vida. Piensa en cómo lo experimentaste. Ahora piensa en cómo lo contaste un año después. Ahora piensa en cómo lo contaste más de cien veces. No es lo mismo. La mayoría de las personas cree que obtener perspectiva es algo bueno: puedes observar el arco de un personaje, aplicar moral a tu historia, entenderla en su contexto. Pero esta lectura es una mala interpretación: es un revisionismo, y como tal, queda muy poco de la verdad del hecho”.
¿Por qué ¿Quieres ser John Malcovich? no envejeció con los años y una película similar, del mismo año, como The Matrix, sí lo hizo? Quien vuelva a ver la película de lxs hermanxs Wachowski no podrá dejar de suspirar con nostalgia. Algunos la vimos hasta siete veces en salas con la mera intención de recordar diálogos y planos detalles, sorprendidos por la puesta de cámara y el uso del digital. Pero The Matrix se ha convertido en una simple fábula de fin de siglo, una relectura de Louis Althusser en clave de programadores de informática; una batería de recursos que se han usado hasta el hartazgo, incluso por sus realizadores en los bodrios que hicieron como secuelas. La premisa era sencilla: si lo real era una combinación invisible de números, nuestro uso de la tecnología nos volvía inconscientes del software. Con los años, con la llegada de smartphones y laptops al alcance de nuestra mano, vivimos una era de aceptación del hardware en nuestra vida cotidiana. Black Mirror, una serie tecnofóbica – como The Matrix -, la ha devuelto a su contexto para encerrarla ahí: hacemos un uso consciente de los aparatos, y por el modo en el que los usamos, no somos víctimas sino activos responsables de la realidad que nos generan. Del viaje a la mente, lo único que queda, parece decirnos Charlie Kaufman, es una risa sin reidores.

El otro gran tema de este puñado de películas de fin de milenio fue el lugar que ocupaba la televisión, hoy casi extinta por el desarrollo de las grandes cadenas de streaming en nuestra vida cotidiana. Dos películas lo llevaron a un paroxismo, con diversos resultados, pero en ambos casos con un extraño atisbo de esperanza mesiánica. The Truman Show cargaba con una apuesta doble: salvar del ostracismo a Jim Carrey, quien había pisado el palito en esa enorme comedia negra dirigida por Ben Stiller llamada The Cableguy, que por poco le vale la carrera a Carrey, y al mismo tiempo dotarlo de un aire de seriedad. La película fue dirigida por el australiano Peter Weir, responsable de grandes películas como Gallipolli o The last wave. Un director bizarro, setentoso, quien tuvo que aggiornarse un poco a los parámetros de realización hollywoodense al dejar su Australia natal.
La premisa parece arrancada de un cuento de Phillip Dick: un hombre vive en un programa de televisión. Su casa es un set, sus relaciones son por contrato, sus acciones están monitoreadas por un director de piso, interpretado por un aún activo Ed Harris (boina incluida). El único problema es que no lo sabe. De a poco esa vida de simulacro comienza a fallar, hasta el punto en que, enfrentado con su demiurgo, Truman finalmente consigue salir de la caverna (las alusiones a Platón eran gestos tribuneros para los aburridos estudiantes de filo que llenaban papers con ejemplos cinematográficos).
El relato, si bien básico, intentaba revelar hasta qué punto el dispositivo televisivo podía meterse en la vida cotidiana. No llegó a adelantarse a las fake news, ni al papel preponderante que tuvieron los medios en la gobernabilidad; algo que sí había adelantado Network de Sidney Lumet. Pero predijo el voyeurismo adictivo que aguardaba latente la aparición de las redes sociales.

Magnolia, tercera película de Paul Thomas Anderson, es una de esos ejercicios que los directores intentan hacer cada tanto para ponerse a prueba a sí mismos contra su propio talento. Por momentos parece obstinada en caer en todos los lugares comunes del melodrama; en que todos los diálogos digan cosas. En que los personajes sufran y no entiendan por qué sufren. Pero Paul Thomas Anderson es lo que podríamos decir un genio cinematográfico (el otro vivo es David Fincher, por supuesto); alguien que entiende la puesta en escena en un sentido godardiano: cada plano cuenta, hacer un travelling es una cuestión moral, etc.
La película se articula alrededor de un programa de televisión de piso. Un talk show de los que abundaban a fines del siglo pasado, en donde los participantes anónimos tenían su minuto de fama. Pero Anderson está más interesado en el tiempo muerto de los cortes comerciales, y en las consecuencias emocionales que ese monstruo sin cabeza tiene sobre los personajes. Orquesta un relato coral que se sube al ritmo de una grabación en vivo, mientras las historias se suceden en simultáneo.
Están los temas de Anderson antes de iniciar su viaje al cine histórico: la masculinidad, los niños genios que vienen fallados, la incomunicación entre padres e hijos, la imposibilidad de crear vínculos perdurables.
El final de la película, visto hoy, se acerca peligrosamente a un gesto snob y surrealista, sacado de una canción del Flaco Spinetta, pero en aquel año cobraba un sentido bíblico especular: una destructiva lluvia de sapos irrumpe violentamente, y todo parece iniciarse de nuevo como en un apocalipsis incomprensible aunque bello (hablamos de Paul Thomas Anderson). Del mismo modo que Neo salía de la Matrix, Tyler Durden tomaba consciencia de Tyler Durden, o Jim Carrey abría una puerta en el horizonte de cartón pintado para escaparse de su, dirían los oficinistas hoy, “zona de confort”, el fin del milenio anhelaba un cambio de era tan groseramente que no importaba qué cosas podían caer del cielo.

Algo cayó del cielo: dos años después del 1999, dos aviones tiraron abajo las dos torres que regulaban el sistema financiero de Nueva York. Los neyorkinos suelen decir que el atentado “los humanizó”. El simulacro hollywoodense desaparecía y la violencia de los hechos cobraba una dimensión menos fantástica. En cierto modo, se abría paso al mundo digital. Se había registrado, caseramente, el impacto del atentado. El cine digital llegaba para quedarse.
En 1999, la primera película en encarnar ese traspaso de formato fue El Proyecto Blair Witch, en donde un grupo de chicos realiza un documental en fílmico mientras graba en mini dv su making of. Un viaje iniciático que tematiza el cine de guerrilla muy lejos de Nueva York o Los Angeles. Y en donde lo innombrable – el terror – es lo que se intenta grabar aún sin entender su lógica, como estrategia para evadirse de un momento y un lugar demasiado real. Perdidos en el bosque, asustados e incomunicados, estos cineastas de fin de siglo registran en cassettes digitales el atardecer que preanuncia una nueva noche de tormento, y que no puede ser mensurado con algoritmos, ni demorado con tramoyas en un set de televisión, ni ahuyentado con slogans de contracultura.
Veinte años después, un ítalo-americano septuagenario, petiso y de palabra rápida, que no disfruta el espectáculo dominante de los superhéroes en pantalla, nos recuerda que el cine es una forma de arte sólo cuando nos enfrenta a lo inesperado. Cuando las películas, como aquellas de 1999, consiguen inspirarnos y desorientarnos por igual. Y en las ruinas de un mercado de exhibición expoliado, nos sentimos felices de haber presenciado ese extraño momento en la vida de Hollywood.