Un análisis de recientes trabajos de Carlos Gamerro, Alberto Giordano y Tamara Kamenszain permite deslindar diferentes tendencias de la crítica literaria argentina actual.
MAXIMILIANO CRESPI

La voz de la crítica –escribió alguna vez Terry Eagleton– tomó una función y un valor político en el siglo XVIII cuando, en el mismo acto de leer literatura, fue capaz de producir una interrogación concreta sobre la forma y el destino de la cultura. En favor o en contra de las condiciones imaginarias de su presente, la crítica llegó a funcionar como una intervención política en la esfera pública. Que esa función hoy casi no se registre, es un signo de decadencia. Pero eso no significa que ya no exista. Significa que su ejecución se ha sutilizado y que debe leerse implícita en la construcción de sus objetos, en la elección de sus temas, sus puntos de vista y sus diversos criterios valorativos.
Facundo o Martín Fierro (Sudamericana) cumple cabalmente con el programa de divulgación en que se inscribe la ensayística de Carlos Gamerro. Bajo el gancho publicitario “Los libros que inventaron la Argentina”, el volumen traza un entretenido recorrido por el corpus clásico de la literatura nacional haciendo pie en los tópicos más rumiados por la vulgata crítica del siglo XX. El sentido de la oportunidad se deja ver también en la elección del eje temático sobre el que se teje el relato crítico. La lógica de la confrontación dramática y el contrapunto inconciliable aparecen aquí acotando el horizonte de problematización productiva de la experiencia literaria. Civilización o barbarie, Facundo o Martín Fierro, Borges o Perón, Puig o Walsh: la “grieta” se cierra en una alternativa fatal donde, más que como resistencia a la simplificación propia de los discursos sociales, la literatura es leída dentro de un esquema binario de adscripciones y rechazos.



El pensamiento de la crítica (Beatriz Viterbo) reúne una serie heterogénea de artículos del refinado catedrático Alberto Giordano. Desde la insistente autofiguración del “profesor que escribe”, el rosarino vuelve a esos objetos de los que se confiesa enamorado porque atraen su más íntima “disposición lectora”. El desafío del ensayo, los diarios de los escritores, los fantasmas recurrentes de Borges, Puig y Saer, el “giro autobiográfico en la literatura actual” y la deriva de las “literaturas postautónomas” son los ítems que desencadenan su inquietud. La tenaz insistencia de esos temas dialoga de modo diverso pero obsesivo con la adscripción a un semblante de lector patético. A veces en un regodeo celebratorio de su propia subjetividad, a veces en una cavilación genuina sobre los esquemas de afectividad del crítico (su negligencia para dejarse atraer, su disposición a escuchar aun “sin necesidad de comprender”), Giordano redescubre allí un estilo y un deseo: “potenciar el coeficiente de variabilidad y autodiferenciación que singulariza una vida, de llevarla, sin saber a dónde conduce, hasta el máximo de sus posibilidades”.
Aunque elaborado sobre un caprichosamente acotado corpus de la literatura actual, Una intimidad inofensiva es un libro realmente crítico del presente. En él, Tamara Kamenszain hace foco en el carácter tibio, desabrido y lívido que exhibe el giro íntimo de la literatura. La lectura no se reduce al relevamiento del síntoma. Sin la intimación de la doxa mediática y sin el ademán narcisista de la autocomplacencia, Kamenszain se reconoce como objeto de sus propias preguntas y se lee en disidencia. De ese modo, descubre que lo “inofensivo” de estas nuevas escrituras radica en su impotencia para tocar los filamentos más sensibles de lo íntimo: aquellos que, como diría Meschonnic, al transformar su historicidad, afectan también algo del orden de la experiencia colectiva.