Invitado a participar de un programa de escritura por la Universidad de Iowa, el cineasta y escritor Santiago Loza recorre Nueva Orleans con la sensación de asistir a un constante déjà vu
SANTIAGO LOZA

Llegamos a New Orleans al atardecer.
Estamos en un programa de la Universidad de Iowa para treinta escritores de distintas partes del mundo.
Me hice amigo de Clara, que es de Singapur y escribe ciencia ficción.
Mientras el resto del grupo se queda en el hotel para meterse en una triste pileta que hay en el patio, nosotros salimos eyectados a recorrer las calles antes de que caiga la noche.
Clara es pequeñita pero tiene una energía inagotable. Solemos reír bastante y permanecer en silencio sin que resulte incómodo. Una buena compañera de viaje. Además tiene una practicidad de la que carezco. Va ordenando y proponiendo destinos. Entonces, como un niño, me dejo guiar por ella. No pongo resistencia. En el primer día caminamos eufóricos por la calle donde están todos los bares y la fiesta. En algunos balcones hay grupos de muchachotes rubios tomando cervezas y gritando y tirando collares de colores a las chicas que quieran mostrarles las tetas. Los collares quedan tirados en el piso. Clara levanta collares y se los cuelga, mientras caminamos voy levantando otros y se los regalo, también me cuelgo un collar violeta, para no desentonar con la euforia colectiva.
Nos detenemos en un bar y Clara come ostras y yo pido una hamburguesa. Nos sentamos en la barra, hay dos hombres negros, tatuados, que abren ostras y las colocan en un plato a un ritmo vertiginoso, los platos de otras se van desparramando en el salón abigarrado de turistas.

Los abridores de ostras hacen chistes de mi mala elección por la hamburguesa y en mi pobre ingles trato de disculparme por no comer frutos de mar, Clara les dice algo sonriendo; siempre que hace un pedido, comentario u objeción, lo hace con una sonrisa suave, una sonrisa oriental que invita a ser amable.
Clara come sus ostras y yo termino mi hamburguesa un poco aturdido por el lugar. Más tarde vamos a un bar gay donde Clara juega al pool con un grupo de chicas mientras las miro desde un sofá destrozado.
***
En Iowa las noches no tienen demasiado para ofrecer. Frente al hotel donde vivimos hay un lugar con varias mesas de pool y esa es la adicción de Clara, ha redescubierto sus cualidades para el juego. Lo mío es bastante mediocre, siempre fui malo en todos los deportes y juegos, aunque con el pool tuve un breve período en la secundaria donde supe jugar de manera decente. Años después, en plena juventud cordobesa, tenía un grupo de amigas lesbianas con las que iba a jugar al pool seguido. Desde aquel pasado juvenil a este presente estadounidense no había vuelto a jugar y el tiempo no ha mejorado la cosa, me ha vuelto más torpe, tembloroso e impreciso. Clara gana cada noche, intenta darme ventaja pero sigue ganando. Juego para consentirla, pero no tiene ninguna gracia ser un perdedor permanente. Como sea, esa noche ella encuentra con quien jugar y yo soy espectador, más tarde se nos suma S que coordina nuestro viaje y se encarga de los detalles prácticos del programa: coordinar viajes, pagos, etc. Habla muy rápido y apenas puedo entenderla. En el avión, cuando yo estaba aterrado por las turbulencias, me mostraba los tatuajes que tiene esparcidos por su cuerpo mientras yo me aferraba al asiento del frente como si fuera una tablita en un naufragio. Ella se levantaba la remera y señalaba una calavera, se corría el elástico de la bombacha y aparecía un dragón. Intentaba distraerme del temor a la caída.

S prefiere no jugar y conversar conmigo, tiene necesidad de hablar y suelo ser un buen recipiente. Me cuenta que su pareja, C (el chofer que nos trae y lleva a los eventos en Iowa), es transgénero. Que se conocieron estudiando y primero fueron amigas y ella un día le preguntó, ¿de verdad querés ser mujer? Y C le respondió que no. Me muestra fotos de C en el celular de tiempos pasados, se la ve pintando un jarrón con flores. Puedo reconocer a C (el chofer que usa musculosa con tatuajes) en esa mujer de aspecto anticuado que se dedicaba al bricolaje. Le pregunto si fue difícil la vida que tuvieron y S me responde cortante: todo lo malo ya pasó. Después me abraza y le acarició un poco el pelo en un gesto algo torpe, tanta confianza con la persona que nos cuida me desconcierta un poco. Clara termina de jugar y nos vamos.

Al día siguiente visitamos la casa de Faulkner. Ahora es una librería muy pequeña, hay algunos cuadros en un pasillo y poco más. Un mes atrás, en Chicago, visitamos la casa de Hemingway, fue decepcionante. No había ningún objeto original, todo era una reconstrucción y la visita duraba una hora. La guía era una señora que hablaba muy bajo y de manera maquinal. Clara fue la primera en escapar de la casa de Hemingway. Yo traté de ser amable, pero aguanté diez minutos más y también me dí a la fuga. Clara me mostró un artículo donde narraba el odio que tenía Hemingway por esa casa y el barrio, el deseo de irse lejos y no volver. Tuve decepciones previas buscando casas de escritores: en Moscú, la casa donde nació Chejov también era una reconstrucción precaria con algunos objetos desencantados y fotocopias de manuscritos. Sólo tenía sentido entrar para refugiarse del frío. Cuando le pregunté al encargado que había comprado la entrada, levantó los hombros como preguntándome qué más pretendía por un puñado de rublos.
Abandonamos la ruta literaria y decidimos perseguir la ciudad, hacer un tour barato sobre fantasmas y magia negra, ir al museo del Vudú y al cementerio, viajar a unas plantaciones donde hay memoriales sobre los esclavos que allí murieron. Nos tienta ir a Carrusel, un bar que frecuentaban Capote y Tennessee Williams, hay una barra giratoria ornamentada como una calesita y los bármanes, negros (en New Orleans el personal de servicio sigue siendo negro), van preparando y entregando tragos atrapados en movimiento de la barra circular. Ni Clara ni yo tomamos alcohol, ella se pide una Bloody Mary abstemio, yo una limonada. Conversamos, me cuenta de sus hijos en Singapur. El más pequeño quiso ser mujer cuando tenía seis años y ella le compró una peluquita y vestido, pero él se sentía frustrado y ella le explicó que ser mujer no es cosa de magia, que no se iba a despertar mujer de un día para el otro, pero si él estaba dispuesto, ella lo iba a acompañar en el transito. Le pregunto qué dijo su marido. Ella responde que prefirió no ver y que al tiempo al hijo se le pasó el deseo y ahora, a los nueve años, ya no toca el tema. El círculo se sigue moviendo y me cuenta de su vida en Singapur, hace años duerme durante el día, cuando hace mucho calor y su esposo e hijos están despiertos, y escribe, hace compras, deambula por las noches. En Singapur es posible, hay supermercados abiertos las veinticuatro horas y cuando termina el día sofocante hay menos tráfico, y ella puede manejar tranquila. Me cuenta que, cuando está muy triste, suele ir a la madrugada a cantar karaoke, alquila una cabina para ella sola y canta canciones chinas hasta que amanece y vuelve a su casa, desayuna con su familia y después se acuesta.
Estoy cansado de girar en la barra y hay unos tipos que hablan muy fuerte detrás de nosotros, gritan. Nos vamos. Clara me explica que los dos hombres rubios hablaban de prostitutas asiáticas con las que estuvieron, dando por descontado que ella también lo es. De pronto veo que está lleno de turistas ricos que hablan a los gritos. New Orleans es un lugar donde vienen los turistas a descontrolarse. Si Iowa es el colmo de lo calmo, New Orleans es movimiento continuo.
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En los días que estamos se desmorona un hotel y hay varios muertos. Le consultan a la guía del tour del cementerio por esa tragedia nueva en la ciudad, ella responde que después del huracán Katrina, nada es tan grave y la ciudad incorpora el nuevo desastre. El barrio Francés, la zona más turística, tiene algo de set de filmación, decorado perfecto. New Orleans está sobre un pantano y hubo destrucción y renacimiento y una irreverencia que parece no abundar en el resto del país.

Hacia los pantanos nos dirigimos el último día. En las afueras de la ciudad está el puerto, hay un parador donde se paga el tour y se pueden comprar recuerdos, sacar fotos a un cocodrilo blanco que está inmóvil en un piletón o comprar algo para comer o tomar.
Hacemos el paseo en una lancha por los canales del pantano. Puedo reconocer el paisaje por el cine que vi, una parte mía siente que ya estuvo. No debe ser original ese deja vú, le debe ocurrir a todo el que pise este país, el cine lo mostró todo. Se viaja para corroborar.
Hay gaviotas sobrevolando y un sol violento. El ruido de la lancha es tan intenso que usamos protectores de sonido, nos los sacamos cuando el guía frena para explicar algo. Es un muchacho con la piel curtida por el sol permanente. Habla rápido y apenas lo comprendo. Pregunta si alguien tiene alguna pregunta y una mujer grita ¿puede conducir más velocidad? La última parada en el pantano está reservada para el momento espectacular, el guía va tirando malvaviscos al agua y los cocodrilos se acercan, vienen de a varios, el guía les da de comer en la boca. Terror y fascinación; parecen mansos o más que eso, parecen estar un poco triste y la situación lancha y malvaviscos flotando a la espera, les brinda una última alegría a su día.
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Regresamos a la ciudad de noche y vamos al restaurant Antoine’s. Clara me dice que allí sucede una escena de Un tranvía llamado deseo, pero no la recuerdo: Blanche iba con su hermana a ese lugar elegante.
Las paredes del lugar están superpobladas de fotos de celebridades. Parece un restaurant marplatense atestado de imágenes de la farándula. Terminamos de comer y recorremos las paredes para encontrar una foto de Tennessee Williams en la multitud de retratos, pero no lo logramos y nos apuran porque están cerrando.
Ya es cerca de medianoche y al día siguiente nos vamos temprano. Le propongo a Clara pasar al frente de la casa de Tennessee Williams. Caminamos unas cuadras, las casas con sus balcones en la oscuridad se confunden una con otra, imposible distinguir la de Williams. En una vereda desolada hay un hombre en bicicleta que habla con otro que está apoyado en el balcón. El de la bicicleta se despide y el del balcón desaparece. Esa es la casa, descubrimos la placa junto a la puerta de entrada. Le pido a Clara que llame al hombre que acaba de desaparecer en el balcón, ella grita desde la vereda de frente, reaparece en el balcón un hombre asiático, ella le pregunta ¿usted vive en la casa de Tennessee Williams? El hombre afirma y ella sonriendo le dice que es muy afortunado. Y de pronto se ponen a hablar en chino entre ellos. El hombre vuelve adentro y Clara me dice “nos va a mostrar la casa”, y nos abrazamos de alegría.

Nos abre la puerta del patio este hombre de modales suaves y sonrisa tenue, alternan con Clara el chino con el inglés para que yo entienda. Nos lleva al patio, nos muestra la pileta donde solía bañarse TW. Todas las tardes solía nadar un poco y tomar algo, nos cuenta. Luego se disculpa porque el lugar está cambiado, hay unos neones que no debían estar en aquel entonces. Y se vuelve a disculpar antes de mostrarnos la casa, nos dice que al día siguiente se vuelve a New York y está en plena mudanza. Clara le ofrece ayuda, pero no acepta. Subimos una escalera pequeña y entramos a la casa. Es un caos, hay cosas cajas en el piso, perchas y ropa tirada. Nos dice que la casa no está abierta al público. La está alquilando su jefe que es escritor, pero ha rescindido el contrato. Intentó escribir allí una última novela, pero no pudo, New Orleans lo ponía disperso y se sintió viejo. David, así se llama el hombre chino, ha sido el asistente del escritor durante veinte años. Tiene una admiración enorme hacia él. Ahora intenta embalar mientras su jefe ya está de vuelta en su departamento de Manhattan. David habla de una de las novelas más conocidas de su jefe, nos muestra el libro y comento que vi la película que hizo Clint Eastwood y él me responde que el jefe odiaba esa adaptación. Que el viejo Clint la había filmado a los ponchazos, arruinando la mejor novela de su jefe. Después nos confiesa que nunca la leyó, que no quiere desilusionarse. A veces es mejor no leer a quien se ama.
Nos sacamos algunas fotos, emocionados. David nos invita al balcón, hablan de China con Clara, de cuando se vino de joven a Estados Unidos, de la vida en los setenta, nos cuenta que conoció a mucha gente por aquel entonces, nombra a Warhol, a Basquiat y a otros que no recuerdo. Clara le pregunta si conoció a Tennessee Williams y él dice que le hubiese gustado pero no, pero que puede sentir el espíritu de Tennessee Williams en esa casa. Saco unas fotos desde el balcón a la calle penumbrosa. Siento que tiembla un poco el piso, lo comento. David nos repite que New Orleans está levantada sobre un pantano y puede que el balcón tiemble, pero no es peligroso. Uno se acostumbra, dice. Me apoyo en la pared. Tengo un leve mareo parecido al primer efecto del alcohol, un poco de miedo al derrumbe. Estoy con estas dos personas asiáticas en el balcón de la casa de TW, hablan de la China y del pasado, de los cambios frenéticos que están ocurriendo en China. Es media noche y hay una brisa fresca, el cielo está despejado y se puede ver una luna casi completa.
Nos despedimos, quiero darle la mano pero me dice que tiene un dolor en el brazo y apenas lo puede mover. Cierra la puerta y nosotros sacamos algunas fotos más de la fachada.

Volvemos contentos al hotel. En el camino, Clara mira con curiosidad la vidriera del museo de Mardi Grass, cruza unas palabras con unos hombres que están descargando unos vestidos de lentejuelas, nos invitan a pasar. Entramos, pero mi entusiasmo se apaga, nos cuentan de la festividad y el costo y elaboración de los disfraces. A mi me recuerdan los de los carnavales de Gualeguaychú televisados en las trasnoches del verano. No me interesa y se lo hago notar a Clara. Nos excusamos y salimos, comentamos un poco sobre la casa de TW y el hombre asiático que tendrá una noche ardua de mudanza. Nos prometemos escribir la historia de la noche, cada cual su versión. Hacer ese pacto renueva mi entusiasmo.
Caminamos en silencio, extenuados pero contentos. Le comento que quiero escribir un libro sobre los viajes a Japón y a Corea y también sobre ella, Clara, que es mi llave para comprender Asia. Ella dice que no se puede escribir sobre Asia sin conocer la China. Entonces hacemos planes de viaje chino mientras caminamos por el Barrio Francés. La noche se pone fresca y en Iowa nos esperan nevadas y el tramo final de la residencia. Después cada quien volverá a su territorio.
Puede que los primeros días del regreso piense en mi amiga Clara, caminando por New Orleans, o la pueda imaginar del otro lado del mundo, despierta de noche, mientras en su casa todos duermen, caminando por las calles desoladas de Singapur, entrando a un karaoke para cantar mientras espera que amanezca.