Entre la película de John Boorman y la novela de James Dickey, La violencia está en nosotros, se construye un clásico de la producción cultural estadounidense de los años setenta.
MARIANO GRANIZO

Entrevistado por Fernando Krapp para este sitio, M. John Harrison asegura que “en Inglaterra el paisaje no es natural. No es salvaje. Fue usado durante, por lo menos, cuatrocientos años. Esos dos aspectos me shockearon cuando estaba escribiendo Climbers. Me acuerdo de una vez que estaba escalando; miré hacia abajo y vi que había muchas piedras de molinos abandonados. Le pregunté a mi compañero de escalada de dónde habían salido, y me explicó que era resultado de una serie de decisiones políticas y económicas que esos molinos estuvieran ahí, abandonados”. Esas frases de Harrison me hicieron acordar al poeta James Dickey en su faceta de novelista; a Dickey y a ese clásico del nuevo Hollywood (ya muerto, enterrado y olvidado) que fue Deliverance.
James Dickey fue un poeta sureño al que le llegó el reconocimiento masivo por su primera novela, Deliverance, publicada en 1970 y traducida por La Bestia Equilátera como La violencia está en nosotros. Si la novela lo hizo conocido entre los estadounidenses lectores de narrativa (que se sumaban a los lectores de su poesía), es la película dirigida por John Boorman en 1972, y de la que también escribió el guión junto a Boorman, la que lo volvió realmente popular, con ese tipo de popularidad persistente que sólo el cine es capaz de brindar a un ser humano. Aquellos que jamás habían tomado un libro luego de salir de la escuela sabían ahora quién era ese tipo Dickey, el “novelista”, el que hace un cameo como sheriff en Deliverance.
Como tantos escritores estadounidenses, había combatido en la Segunda Guerra Mundial, lo que parece ser para los escritores del norte una experiencia límite y compartida, que los modifica sustancialmente como escritores (pensemos en Mailer, Vonnegut y Salinger entre los más reconocidos). Poeta, profesor de literatura y publicista, Dickey parece necesitar escribir esta novela para salir de un opaco mundo urbano en que está inmerso hasta el cuello. Los hechos narrados son simples, tanto que los productores de MGM en un principio dudaron: “Esperá un minuto. Unos tipos agarran una canoa y se van a pasar un fin de semana al campo; un descerebrado toca un solo de banjo en un puente y luego a uno de ellos lo violan: ¿creen que eso es una película?”, cuenta Peter Biskind en Motociclistas tranquilos, toros salvajes, el libro en que desmenuza los entretelones de esa generación de hacedores de películas que, en los años setenta, lucharon contra la moralina y burocracia hollywoodense. Y es que en realidad es sólo eso lo que ocurre en el libro. Pero al mismo tiempo el libro excede los hechos puntuales.

Dickey estructura su novela en el “Antes” (los tres días en que se desarrollan los hechos) y un “Después” (que se prolonga en nuestras cabezas y que puede continuar hasta el final de los días de los sobrevivientes a la aventura con sus marcas indelebles). En sólo tres días, un grupo de hombres sale a encontrarse con la naturaleza; esta les confirma lo que ya saben de ellos mismos pero que no podían asegurar ni asumir por la falta de esa prueba irrefutable que es el enfrentamiento. Ese grupo de hombres (con lo que significa en los setenta ser un hombre en el sur de los Estados Unidos: ser machos, fuertes, bebedores y cazadores, exitosos y prueba fiel de la ley de supervivencia del más fuerte) sale al bosque y a los rápidos a vivir la aventura de la vida real, aquella que los coloque al borde de la muerte y sin red de contención. Se ha creado un mundo donde el peligro sólo está relacionado con el daño que podamos hacernos los unos a los otros. Ante el otro se triunfa o se pierde, pero es ante la naturaleza que toma dimensión de triunfo sacar lo que en realidad tan sólo es un empate. La naturaleza funciona como el golpe de lo real y la motivación para ser aquello que no pueden ser en su vida ficticia, la cotidiana, a la que consideran la real: “Tomé el cuchillo con el puño. ¿Qué? Cualquier cosa. Tampoco esto será visto. Nunca se sabrá; uno puede hacer lo que quiera; nada es demasiado terrible. Puedo cortarle los genitales que él iba a usar en mí. O cortarle la cabeza sin dejar de mirarlo a sus ojos abiertos. O comérmelo. Puedo hacer con él lo que se me antoje. Y esperé a que se me presentara un deseo para llevarlo a la práctica”.

La novela comienza con cuatro hombres desplegando un mapa en el que se derraman, en una gama de colores distinguibles, los bosques y el río que bajarían con sus canoas. La naturaleza está allí; es el mundo ficticio para ellos porque les aparece primeramente en un mapa, esa manera de domar los territorios que tiene el hombre. Y ese territorio desaparecerá por la construcción de una presa (otra forma de domar y controlar el mundo): se trata de la última oportunidad que les queda, su ratificación como hombres aventureros no puede esperar más: “Ya empezaron la represa de Aintry y cuando esté terminada, la primavera que viene, el río retrocederá mucho. Todo este valle estará sumergido. Pero ahora es salvaje. Y quiero decir salvaje, parece una parte de Alaska. La verdad es que deberíamos ir allá antes de que los de las inmobiliarias se lo apoderen y lo conviertan en uno de sus paraísos”. La plena conciencia del progreso –que es lo que los hace “buenos americanos”– los lanza a una aventura que se trunca, como siempre, por la intervención del otro. Porque, en esos bosques, los otros no ven aventura en estar allí sino la única vida que conocen.
Ninguno de los personajes es querible. El hecho no deja de resultar extraño ya que, en esta clase de novelas que llegan a convertirse en best sellers, siempre suele haber malos y buenos, correctos e incorrectos. Pero para Dickey sólo hay gente viviendo y sobreviviendo, lo que en cierto modo los exceptúa de justificarse o disculparse: se está dónde sólo es válido hacer sin pensar dos veces en las consecuencias o en el marco ético de los hechos. Por eso mismo, La violencia está en nosotros es una novela moralista, no en el sentido de medir el mundo elevando una moral a pauta ética (lo correcto y lo incorrecto, lo que está bien y lo que está mal), sino en el sentido de una defensa de la existencia de la moral individual en un mundo real y concreto al que los personajes deben enfrentar.
Tres oficinistas y un aventurero de fin de semana: eso son los miembros del grupo que se adentra en un bosque característico del profundo sur, ese de las películas donde hijos de hermanos a la enésima potencia viven al margen de la civilización, o de aquello que los estadounidenses consideran que es la civilización. “Trazamos un plan, y es todo lo que pudimos hacer” reconocen los miembros de este grupo poco armonioso en el que no importa lo que pueda ocurrir porque ellos están por sobre todo. Pocas veces el cine consigue llevar al libro que le dio origen con cierta eficacia estética, devolviendo esa sensación de que se ha dado la conjunción justa de un grupo de personas que, contra los requerimientos económicos de toda producción cultural, han sabido priorizar el valor estético de la construcción. Por eso es que Deliverance me vuelve cada tanto a la cabeza, por algún disparador como la entrevista a Harrison, aunque no sepa si es la película o la novela quien llega primero: un clásico absoluto que regresa constantemente en alguna de sus versiones.