Feminismo mainstream

Convertida rápidamente en estandarte del feminismo por El cuento de la criada, Margaret Atwood es hoy un ícono y una celebridad. Tras el reciente lanzamiento de Los testamentos, Luján Stasevicius propone aquí una polémica e incisiva lectura política.

LUJÁN STASEVICIUS


“Generalmente sólo a los muertos se les permite tener estatuas, pero a mí me acaban de erigir una.” Así comienza Los testamentos (2019), la decimosexta novela de Margaret Atwood recién publicada, y segunda parte de su ya célebre El cuento de la criada (The Handmaid´s Tale, 1985). La cita, escrita por Aunt Lydia en un manuscrito destinado a sobrevivir Gilead, no sólo abre la novela, sino que juega con su propia materialidad referencial. En efecto, tanto la estatua a la que Aunt Lydia se refiere, como su propio cuerpo serán con la caída del régimen rápidamente vandalizados. Así, la mujerona que aterroriza y enseña —“La letra con sangre entra”, le faltaría decir— a las jóvenes fértiles a ser vientres forzados de parejas de alta sociedad, será a su vez torturada mediante sus propios métodos cuando le llegue la hora de pagar por su última y arriesgada estocada; un plan de traición que da el pie inicial al desmoronamiento final del régimen. No de otra cosa va la novela. 15 años después de los sucesos de su predecesora, la narración se divide en tres líneas argumentales que en algún momento se cruzan: la de Aunt Lydia y la de dos adolescentes a ambos lados de la frontera con Gilead. El viejo truco de cruzar historias aparentemente inconexas adquiere aquí un lugar central, y Atwood cierra todos los cabos sueltos de las dos novelas en menos de veinte páginas, con incluso tiempo para un final feliz y una reflexión metanarrativa.

Ya puede considerarse a Los testamentos como el suceso editorial del año. La celebración de su lanzamiento incluyó, como debe ser, a la propia Margaret Atwood —hoy por hoy una celebridad indiscutida dentro y fuera del mundo literario, en gran parte debido a haber sido adoptada en los últimos años por las feministas mainstream como el corazón creativo detrás de sus reivindicaciones públicas— y a las actrices Sally Hawkins, Lily James y Ann Dowd leyendo fragmentos de la obra en el National Theater. A esta ceremonia le siguieron también no pocos eventos donde, anticipando Halloween, todo el mundo tuvo oportunidad de disfrazarse sin perder el gesto adusto y compungido. La distribución masiva no se hizo esperar; el libro verde y azul inunda los aeropuertos de Estados Unidos y aparece en todas las listas de los más vendidos. Los testamentos es, indudablemente, un éxito, una estatua en vida destinada a honrar a su autora. Mucho de ello se debe, primero, a la notoriedad que su anterior novela tomó en los últimos tres años a partir de la serie de Hulu, pero también a la adopción por parte del feminismo estadounidense e internacional de la figura de la Handmaid como ícono de protesta, aún a pesar de las marcadas diferencias con ese feminismo que la celebra.

Pero si dejamos de lado el entusiasmo celebratorio y optamos por leer, rápidamente vemos que Los testamentos es más un fan service que una obra artística (acusación que, por cierto, también recayó sobre la última temporada de Game of Thrones). Aunque por momentos es entretenida, muestra mayormente una narratividad arrebatada, e incluso ciertas reseñas se han arriesgado a afirmar que es una fallida novela de suspenso. Por supuesto: gran parte de las evaluaciones negativas de la novela provienen de sitios políticamente conservadores —léase: republicanos— a quienes no les causa ninguna gracia el uso que de la novela anterior se ha hecho como metonimia de la administración Trump. Pero aun cuando esté ideológicamente motivada, la comparación en la que Los testamentos pierde por simple y apurada frente a The Handmaid’s Tale es justa. Quizás una pista para entender los motivos pueda hallarse en los agradecimientos del libro, donde la autora, incluso antes que a su familia, elogia enfáticamente a Hulu. Frente a esto, un observador que sólo ha oído acerca de su anterior obra a partir de la serie —de la cual el libro es sólo la primera temporada— o incluso sus podcasts satélites, podría preguntarse: ¿Es Atwood únicamente un producto comercial, rescatada de quizás un merecido olvido por una plataforma de streaming? Claro que no. Su reciente masividad no afecta, en rigor, su bien ganado prestigio; a los 80 años, la autora tiene en Estados Unidos una carrera y una bibliografía lo suficientemente extensa como para sobrevivir la publicación de una novela mediocre, como ciertamente es Los testamentos.

Kylie Jenner

Sin embargo, y considerando que se trata de Atwood, quizás la rusticidad de la trama deba atribuirse a la inusitada recepción que su Handmaid´s Tale obtuvo en los últimos años, de nuevo, nacional e internacionalmente. A partir de la serie de Hulu, la escritora cosechó más fans y acólitos que lectores. En una época signada por el monopolio de lo políticamente correcto, la comunidad online presionó incluso para que se retirase del mercado una versión sexy de la ya conocida túnica roja, que había empezado a comercializarse para Halloween. Del mismo modo, cuando Kylie Jenner, la menor de las Kardashians, utilizó el tema de la novela para festejar el cumpleaños de una de sus amigas, la indignada respuesta no se hizo esperar. Acusada de insensible a ignorante, la multimillonaria fue lapidada públicamente, como una Handmaid que hubiera osado atravesar un tabú. El apedreo, a diferencia del de la novela, fue mayoritariamente digital, pero no por ello menos implacable. Hasta el momento la valiente Kylie no se ha disculpado por ofender a quien no conoce, ni se ha doblegado a aceptar la lectura única del mundo Atwood que parecen haberle impuesto. Offred estaría orgullosa de ella, mal que les pese a las guardianas de lo correcto. Y es que la novela parece haber traspasado los límites de la ficción para convertirse en un arma propiedad de cierto feminismo que decide quién sabe interpretar el libro —la serie, la realidad, etc.— y quién no. ¿Suena conocido? Claro que sí: así se manejan los varones en Gilead.

En un divertido artículo aparecido en The Spectator, Allison Pearson argumenta que las feministas americanas siempre piensan que Atwood escribe sobre ellas. Son candorosas en su vanidad, dice, y no se puede menos que sonreír y acordar con el argumento. No de otra manera se entiende el fervor casi adolescente por identificarse con Offred, la Handmaid narradora de la primera novela. Pero, en un gesto que sí las describe, quienes fuerzan esa identidad –cabe recordar que, por ejemplo, Atwood dijo haberse inspirado en las historias de los bebés apropiados de la última Dictadura Militar argentina para las políticas de Gilead, y, si bien amenazados, los derechos de las mujeres en Estados Unidos difícilmente puedan equipararse a la situación de detenidas embarazadas desaparecidas– las feministas mainstream parecieran olvidar que las Handmaids no son las únicas mujeres explotadas en la novela. Elevadas de clase por su fertilidad, el icónico vestido rojo las exime de trabajar o de limpiar, actividades de las que no pueden librarse las Marthas ni —¡horror de horrores!— las econo Wives. Es cierto; no se menciona que ninguna de las dos clases sea sistemáticamente violada, aunque tampoco se lo niega. De todos modos, un espectador distraído podría creer que la novela sólo sucede entre Handmaids, Commanders y sus esposas, las tres clases sociales más altas del mundo Gilead. Y es que cierto feminismo, cuando no es interseccional, lee como actúa, y pone en evidencia los límites de su sensibilidad a través de una visión de túnel que deja por fuera cualquier reivindicación de clase con la que no se sienta identificada. Probablemente se me acuse de minimizar violaciones por esta lectura. Así funciona el ministerio de la indignación constante, que siempre grita más fuerte de lo que lee y que prefiere aceptar mansamente la traducción de “Handmaid” como criada, aun cuando, si nos tomamos un tiempo más que el del traductor de Google para pensar el concepto, deberíamos aceptar que el supuesto cuento “de la criada” es, en rigor, el “de una dama de compañía”, con todos los ajustes de género y de clase que eso implica.

En la hipercorrecta Canadá, donde el primer ministro se encuentra en la cuerda floja de cara a las próximas elecciones por haberse hecho públicas fotos de él con la cara pintada de negro, se produce entonces una pálida secuela a una obra cuyo valor revolucionario se destiñó luego en las aguas del autoritarismo bienpensante. Sugestivamente, Los testamentos también se publica unos meses antes de que la controvertida Academia Sueca decidiera entregar dos premios Nobel de Literatura juntos, tras el escándalo por acoso sexual que tuvo como protagonista a uno de los miembros de la asociación el año pasado. Como no podía ser de otra manera, si bien no a Atwood (cuyo apellido integraba las listas de nominados), una de las distinciones se otorgó a una escritora, la polaca Olga Tokarczuk en un intento por “remediar” el escándalo pasado, aunque la elección haya desatado también cierta brisa de polémica.
Por otra parte, Atwood sólo ha sido primera plana en escasos portales la semana pasada, cuando el comité encargado de otorgar el prestigioso premio inglés Booker Prize decidió, en un veredicto hasta aquí único, que el galardón fuera compartido entre ella y Bernardine Evaristo (anunciada por The Guardian como “la primera mujer negra en recibir el premio”), forzándolas así a dividir tanto el prestigio como el dinero ofrecido por el Premio. Si bien Margaret Atwood no tuvo injerencia alguna en esa decisión, tampoco hizo pública ninguna disidencia al respecto, sobre todo teniendo en cuenta que en efecto la diferencia de trayectoria entre Bernardine y ella es por demás visible. Su único comentario sobre el asunto habilita dos lecturas: puede leerse como una apostilla tibia, que busca esquivar la polémica decisión, o como una respuesta de sutileza irónica al subrayar la idea de que los premios en general funcionan para que los lectores conozcan y descubran nuevos autores.