Después del interminable murmullo previo en redes, ¿qué queda cuando finalmente vemos Joker?
FLAVIO LO PRESTI

Es un fenómeno notable: vi Joker el día de su estreno y, aunque las circunstancias eran muy propicias (vivo a dos cuadras del cine y estaba solo en casa una noche de lluvia) en un sentido ya estaba cansado de la película. En las redes se volvió absurda la reiterada celebración de un concierto de Nick Cave en el que estuvo todo el mundo; y se volvió el pináculo de la banalidad comentar, en su momento, Roma, la película de Cuarón estrenada en Netflix. Con Joker pasó lo mismo, y peor: el Hype (“las expectativas generadas artificialmente alrededor de una persona o producto, cuya campaña promocional e imagen se ha construido a partir de la sobrevaloración de sus cualidades”) se volvió insoportable, y actuaba también como una petición de principio: no podíamos no ver una obra maestra en esta película que había premiado Lucrecia Martel (¡Lucrecia Martel! ¡Todo lo que está bien!) en Venecia (alguna de las críticas que uno pudo leer después del estreno iban, de hecho, por el lado de hacer del cine un evento deportivo: “Gano en Venecia y saca ventaja en Toronto”).
Era difícil ver la película en esas condiciones: inclinarse por un instinto defensivo previo podía echarnos en el foso más purulento del presente, el del hater que hace sentencia previa; por otro lado, ver la misma obra maestra que todo el mundo había visto antes del estreno podía ser evidencia de nuestra caída en la ilusión de ver al desnudo emperador cubierto por un hermoso traje invisible.
La película en sí era una trampa, pero la venta era sospechosa: harto de los límites que la corrección política le puso a la comedia, Todd Phillips la abandonaba para hacer una película de superhéroes por fuera de las convenciones que tanto Marvel como la propia DC habían impuesto al género, y para eso convocaba a un actor como Joaquin Phoenix, tan expresivo como insoportable. Se apreciaba en los tráilers citas de las texturas del cine norteamericano de los setenta, y ya se anunciaba hasta la náusea la conexión con un clásico mastodóntico de Scorsese y con una película menor del mismo director. Se anunciaba que la película podía tener unos toques de The Killing Joke, el célebre comic escrito por Alan Moore e ilustrado por Brian Bolland. ¿Era importante todo eso? Claro. ¿Cómo leer Biografía de Tadeo Isidoro Cruz si no es contra el texto que reescribe?

En el epílogo de esa novela gráfica, de hecho, hay un elemento interesante para leer Joker, la película de Phillips. Después de aclarar el respeto que tiene por el enorme trabajo de Moore como guionista, Bolland señala que hay pasajes en los que tuvo que apretar los dientes mientras dibujaba: “yo nunca hubiera establecido un origen para el Joker”, señala Bolland, que tuvo que dibujar una suerte de montaje paralelo entre la venganza despiadada del Guasón y su creación como monstruo explicada por “un mal día”. En el comic, el villano decide “levantar” sus acciones como proveedor (tiene una mujer e hijo a los que no puede mantener como comediante) participando en un robo, pero el día mismo en que va a delinquir por primera vez su mujer tiene un accidente y muere. El robo (al que llega con los nervios destruidos y obligado por los mafiosos que lo convocaron) sale mal, y termina cayendo en un químico que lo desfigura. Como dije, Bolland hubiera preferido que eso no quedara claro, pero Tim Burton usó parte de esa decisión de Moore para explicar el origen del Joker interpretado por Jack Nickolson. Misteriosamente, Christopher Nolan (infatigable explicador de sus propias películas) tomó la decisión de restituirle al Joker de Heath Ledger el misterio perdido, e hizo que el propio Joker se burlara de las posibilidades de comprender a un humano monstruoso contando varias versiones de la causa de su mueca. La risa, que Umberto Eco pensó como un elemento subversivo en El nombre de la rosa, era el vehículo extraño del Guasón (que hacía misreading sobre Nietzsche diciendo que whatever doesn’t kill you simply makes you stranger) para desestabilizar (para amenazar de sinsentido) el universo moralmente rígido de Batman.

En el caso de Arthur Fleck (el Joker al que da cuerpo Phoenix) la risa está cruzada por una trama múltiple pero lineal: rápidamente en la película nos enteramos de que Fleck padece una aflicción psiquiátrica que lo obliga a reír descontroladamente en situaciones estresantes, por lo que anda por el mundo munido de tarjetas que funcionan como una disculpa automática e incómoda; por otra parte, Penny Fleck (una madre anciana y casi inválida) parece haberlo condenado a la risa como una forma de bloquear una infancia espantosa, con un padrastro abusador que está enterrado en el inconsciente de Arthur (de hecho, el apodo de Arthur en el modesto hogar que comparten es Happy). Arthur vive esta condición de una manera insoportablemente autocomplaciente. No lo digo en forma insensible. No voy a caer en la tontería de calibrar acá la gravedad de las enfermedades mentales ni de sugerir los modos en que se puede o no vivir con ellas, pero en la película, la insistencia de Phillips en subrayar el problema es tan densa que se vuelve torpeza. En las redes he visto destacada esta frase: “Lo peor de una enfermedad mental es que los demás actúan como si no la tuvieras”. ¿Hace falta una formulación tan simple, tan plana del asunto? El problema, por otra parte, contamina toda la película, cuya falla principal parece ser su voluntad de liquidar cualquier ambigüedad. Cuando Fleck realiza su primera acción violenta contra otros, en defensa propia y casi de forma refleja, los titulares de los diarios son: Kill the Rich, A new Movement?. ¿No es un poco insultante? En la misma línea, una vez que Fleck entiende que el único amor del que gozó es parte del delirio, Phillips nos inflige una serie de flashbacks que borran de las escenas correspondientes a la chica imaginaria de turno. Es el momento exacto en que uno está por levantarse para pedir que devuelvan la plata.
El crítico y escritor Lucas Moreno señala que la película está “diseñada para estudiarse, multifacética, amoldable a papers académicos”, pero lo cierto es que solo confirma algunos papers ya escritos. En Héroes. Asesinato masivo y suicidio, Franco Berardi dice “no me interesa el asesino en serie convencional, esa clase de psicópata sádico atraído por el sufrimiento ajeno y que disfruta viendo a la gente morir. Me interesan los que sufren y se vuelven asesinos porque así dan rienda suelta a su necesidad patológica de publicidad y porque en ello ven una salida de su infierno(…) Escribo sobre suicidios homicidas espectaculares porque estos asesinos son la manifestación extrema de una de las tendencias más llamativas de nuestra época; en ellos veo los héroes de una época nihilista, una era de una apabullante estupidez: la del capitalismo financiero”. Escrita para ilustrar este pasaje, Joker sigue la transformación de Fleck de enfermo resignado en juguete rabioso, en un marco social descompuesto hasta el detalle nada sutil que constituye la invasión de Gotham por parte de una horda de ratas gigantes. Como en nuestro mundo moribundo e inmanejable, ricos inmoralmente insensibles viven a expensas y a espaldas de una multitud abandonada: Thomas Wayne, que por momento parece un avatar de Donald Trump, dice explícitamente que quien no puede hacer de su vida una cosa buena no es otra cosa que un payaso, y agrega que la envidia a los ricos y el deseo popular de su castigo no es otra cosa que un síntoma de la pérdida de valores. El discurso de Wayne se traduce en una serie de elementos que afectan personalmente a Fleck: los recortes en salud lo dejan sin las medicinas y la terapia que funcionan como un dique a su psicosis; la impunidad de los ricos de Wall Street hace que tres canallas de caricatura lo obliguen a cometer sus primeros asesinatos, que funcionan como un “insumo de existencia” para Fleck; pero en el pasado lejano, esa misma impunidad inmoral puede haber sido la razón de la locura de Penny Fleck, seducida y abandonada por Wayne. Como lo personal es político, cuando el payaso abusado mata tres chicos ricos en los subterráneos, la masa de ofendidos y humillados de Gotham ve en su cara el ícono catalizador de una rebelión. Cada pieza del rompecabezas en su estricto y asfixiante lugar, con la premeditación de una tesis.

Se ha hablado de la relación de la película con Taxi Driver, con la textura del cine de los setenta. Son películas incomparables. Si hay una película ambigua e incomprensible en términos de causa y efecto es Taxi Driver, en donde todo parece hallado casualmente y nada está explicado en absoluto. Solo tres cosas sabemos de Travis Bickle: que padece insomnio, que ha sido dado de baja con honores del Marine Corps en 1973, y que odia la mugre de New York. El resto, lo que sucede, es una historia que (sin ser amorfa) es irreductible a los hilos de una determinación política. Pero además, su textura es gloriosa de una forma casi incomentable. En algún lado he leído alguna vez que los tres principales artistas que involucró la filmación de la película, Scorsese, Robert de Niro y Paul Schrader, eran tres sub 35 que estaban para el cachetazo y crearon una película monumental y arriesgada desde ese límite vital: eso es algo que parece transmitido a los momentos improvisados, a la energía de Taxi Driver, tan distinta a la falta de vibraciones que desprende el solemne Joker de Phillips.
El último elemento controvertido es la actuación de Joaquin Phoenix, que parece una nueva víctima de la aspiración al Oscar. Hay momentos en que, como performer, resulta extraordinario (en todas las escenas de danza, por ejemplo), pero también hay algo de exhibicionismo hiperplanificado en esto: la famosa toma de la espalda desnutrida de Fleck cuando está acondicionando sus botines es una muestra de esta ambivalencia. Cuando no está bailando o exhibiendo una musculatura voluntariosamente despojada, vemos a Phoenix pasear su tristeza y su autocompasión en un borde casi insoportable, o provocando al público con la incómoda carcajada que, en otro alarde de hipercontrol, parece haberle tomado meses desarrollar.

Lo que sentí al terminar de ver Joker (las tres veces en que la vi) es que todas las referencias inventariadas por la prensa ignoraban las dos fudamentales. En la hechura de la película parecen cooperar, por un lado, el relato que Borges (Alberto Olmedo) le hacía a Álvarez (Javier Portales) y que consistía en una variante de Mad Max en el que un hombre era atado y sometido a ver la vejación y asesinato de su familia y lo toleraba todo hasta que le mojaban el huevo frito que estaba comiendo; y por otro, la película que filma Barney Gumble en The Simpsons, cuando a Marge se le ocurre montar un festival de cine en Springfield. En esa película, Barney utiliza el blanco y negro, el time lapse y una música solemne (como la de la chelista islandesa Hildur Guðnadóttir) para contar plañideramente su historia con el alcohol.
Hablando con mi amigo Marcos Agüero (gran lector, gran escritor, gran crítico de cine, gran lector de historietas y connoisseur de los superhéroes) traté de no caer en la zona hater del mundo y defendí algunos momentos de la película, en particular las dos escenas cómicas (Fleck se da la cara contra una puerta de vidrio que no se abre, porque es solo para salida; Fleck deja ir a un enano de su casa y este no puede abrir la puerta porque no llega al pasador) y la escena extraordinaria de la danza en las escaleras. “Con música y cámara lenta todos ganamos el cielo”, me respondió Agüero.