Fin de fiesta

Secreta y misteriosa, la obra de Charlotte Mew resulta tan fascinante como la vida de su autora. Admirada por Thomas Hardy, acaban de publicarse sus cuentos en el volumen Algunas formas de amor.

DIEGO ERLAN

Al morir Thomas Hardy en 1928, su albacea, Sydney Cockrell, encontró entre sus papeles personales, desperdigados en el escritorio, un poema manuscrito titulado “Fin de Fête”.

Sweetheart, for such a day
One mustn’t grudge the score;
Here, then, it’s all to pay,
It’s Good-night at the door.

Good-night and good dreams to you,—
Do you remember the picture-book thieves
Who left two children sleeping in a wood the long night through,
And how the birds came down and covered them with leaves?

So you and I should have slept,—But now,
Oh, what a lonely head!
With just the shadow of a waving bough
In the moonlight over your bed.

El poema no fue escrito por Hardy sino por una poeta secreta, “astro solitario”, como la llaman algunos, que transitó la misma época que Virginia Woolf, Ezra Pound, Siegfried Sassoon y Sara Teasdale. Ellos, de hecho, eran sus lectores así como Hardy fue una especie de mentor: la primera persona que reconoció el talento de Charlotte Mew.
Ahora propongo volver a leer el poema y observar de qué manera las tres estrofas articulan una despedida: recuerdos, detalles, sensaciones, sonidos que van cayendo hasta la irrupción de la voz lírica que termina en esa despedida con una contundencia apacible, con esa sombra de rama ondulante, la imagino a punto de quebrarse, y esa luna en la cama como estertor final. Hay experiencias que de manera azarosa a veces se cruzan. Volví a leer este poema mientras escuchaba por primera vez “Spinning Song”, la canción que abre Ghosteen de Nick Cave & The Bad Seeds, y encontré ese punto donde se expanden. Fue en ese canto recitado de Cave, en esas repeticiones como letanía del poema, como si ambos confluyeran en un mismo punto de la experiencia: una declaración de amor, sea a quien sea, que se repite hasta el final. Imposible no derrumbarse. Imposible no ver esa cama vacía y toda la energía que ella condensa.

En vida, Mew publicó un solo libro de poemas, The Farmer’s Bride, fechado en 1916, y ese solo libro le bastó para convertirse en un nombre relevante de la poesía en habla inglesa del siglo xx. Philip Larkin, al incluir cinco poemas de Mew en su Oxford Book of Twentieh-Century English Verse, advirtió esos “pequeños momentos de visión otoñal” que, como “sutil miniaturista”, la autora consigue en escasas líneas. Relevante y secreta fue también su obra narrativa, más bien breve, publicada en revistas a partir de 1898, cuando su relato “Passed” apareció en The Yellow Book. Tanto sus poemas como sus cuentos están atravesados por preocupaciones metafísicas relacionadas con la existencia de Dios pero a la vez están sumergidos en una especie de fisura sobre el mundo, algo así como una distorsión de la percepción que justamente en ese movimiento recubre todo de una nitidez oscura, si es que se habilita el oxímoron. Quienes la conocieron la retratan como una mujer de baja estatura, pelo corto, vestida con traje de hombre hecho a medida con un interminable cigarrillo entre los dedos. Dicen que caminaba sola por las calles de Londres con un paraguas negro para “defenderse del mundo” y por las noches se la podía ver en tertulias literarias (en la de Harold Monro en The Poetry Bookshop, por ejemplo) recitando poemas en trance. Viendo alguno de sus escasos retratos es fácil imaginarla de ese modo.
Como suele suceder, el hallazgo de la narrativa de Mew y la puesta en valor de esta obra en español, lo hizo la editorial Periférica. Con una impecable traducción de Ángeles de los Santos, Algunas formas de amor es un volumen de una belleza singular: sólido en sus estructuras narrativas, ágil en la construcción de los diálogos, profundo en sus discusiones trascendentales.

Cabe mostrar un solo ejemplo de esta solidez narrativa de la que hablamos. “Su belleza atraía, al parecer, una atención lo bastante absorta como para renunciar a los habituales deseos de hablar. Escuchaba atenta, hablando poco, sacando el máximo partido a su reposado encanto. Con una rapidez extraordinaria, se había rendido a una indefinible necesidad de protagonismo, y se había colocado finalmente en su pedestal exponiendo un exterior insensible, mientras que en su interior (yo no podía dudarlo) alentaba cierta llama secreta.” La narradora de “La esposa de Mark Stafford”, el cuento que abre Algunas formas de amor,tiene este tipo de descripciones sobre Kate, la protagonista que parece convertirse en niebla, esa persona lejana, misteriosa y fascinante, esa mujer de “llama secreta” que encanta a todos los que la conocen. ¿Qué esconde esa llama? Es lo que se pregunta la narradora, que en algún momento había prometido cuidar a Kate hasta que al final se da cuenta de que cuidarla es imposible. “No volví a hablar con ella ese día. Nunca, ahora que lo pienso, volvimos a hablar. Si aquella noche realmente me evitó, o si mis propios gestos hacia ella, incómodos, imprecisos, demasiado vacilantes para provocar una respuesta franca, hicieron que el telón cayera entre nosotras por última vez, es algo que no sabré nunca con certeza.” Las palabras caen donde tienen que caer, dicen lo que tienen que decir, y ese personaje evanescente se construye desde la mirada del otro con una fascinación cercana a la que encontramos en la construcción que hace Dorigo de Laide en Un amor de Dino Buzzati pero, desde luego, teñido de la locura y el suicidio inminente. Al igual que otros críticos, Liborio Barrera, en el posfacio a esta edición, se tienta a leer la obra de Mew como una especie de “autobiografía lacerante” cuando se conoce el arco temporal de las sucesivas tragedias que sufrió: una madre muerta por neumonía, tres hermanos muertos de niños, otros dos hermanos internados en hospitales de salud mental, una hermana muerta de cáncer y la demencia atravesando a esa familia como un fantasma abrumador. Cuando quedaron prácticamente solas, Mew y su hermana Anne, hicieron el voto de no casarse ni tener hijos para no transmitir “la semilla de la insania”. “On the Asylum Road” y “Ken” son dos de los poemas donde Mew explora sus reflexiones y sentimientos sobre la salud mental y los asilos. Al morir Anne de cáncer, Mew no pudo consigo misma y fue internada en un asilo. Allí recibió la visita de Cockrell, quien le avisó de la muerte de Hardy, su mentor, y le entregó el poema de Mew trasncripto por las mismas manos de Hardy porque sabía que ese gesto iba a complacerla. No sabemos si fue así. Semanas después, Mew se lo regaló a Alida Monro, segunda mujer de Harold. Al recibir el manuscrito, Alida no pensó que esa era una forma de despedida. Al día siguiente, como acto final, Mew se tomó una botella de desinfectante. El plano final debería mostrar la botella caer y alejarse de la botella y del cuerpo y de las paredes del asilo y perderse en el cielo azul de una mañana clara, nítida y hermosa mientras suena Bright Horses.