Enoch Soames c’est moi

En la figura del fracasado Enoach Soames, Max Beerbohm compuso una tierna e hiriente radiografía de la ambición literaria

FLAVIO LO PRESTI

No sé qué característica vuelve a Enoach Soames más valioso, pero son muchas las virtudes de esta nouvelle o cuento largo de Max Beerbohm que reedita Acantilado. La primera de ellas la puede advertir un lector poco informado: la gracia irónica que se respira en todas sus palabras, de principio a fin. Hijo del dandismo de fin del siglo XIX, dueño de un humor fino que está más cerca de la ternura que de la malicia, Beerbohm da en el cuento origen a una criatura gris aquejada por el más triste de los males literarios: el afán de reconocimiento de los contemporáneos.

Soames, el hombre que da título al volumen, es un relativamente acomodado rentista de Preston, residente en Londres. Cuando se encuentra con Beerbohm (cronista y ensayista, Beerbohm realiza un ejercicio de jocosa autoficción) ha publicado un libro negativo desde el título (Negaciones). Acompañado por un retratista que no recuerda haber recibido a Soames en su casa, Beerbohm anticipa el destino del extraño escritor londinense en su apariencia: “llevaba un sombrero flexible de aspecto clerical pero de vocación bohemia y una capa impermeable gris, que, tal vez por ser a prueba de agua, no resultaba romántica. Decidí que confuso era le mot juste para él”. El dominio de la ironía de Beerbohm hace que el carácter utilitario de la capa le reste romanticismo, y desde esa confusión general (que tiende a adelgazar la figura de Soames  hasta la imperceptibilidad) va construyendo la figura de este poeta gruñón y quejoso al que nadie parece recordar ni, fundamentalmente, leer.

Horacio declaró haber levantado un monumento más perenne que el bronce y más alto que las pirámides, y ese monumento era su poesía. Roberto Bolaño, que calificó a Enoach Soames de cuento perfecto en uno de sus artículos de Entre Paréntesis, arriesga (en una entrevista loopeada en la frágil eternidad de YouTube) que no hay vanidad más estúpida que la de un escritor: pretender que nuestras obras van a sobrevivir por encima de nuestros cientos de contemporáneos es una ilusión que se desvanece con sólo preguntarnos cuántos poetas franceses del siglo XIX somos capaces de recordar. Ni Shakespeare sobrevivirá a la entropía que desgasta al universo. Pero a Soames (y a todos nosotros) esa ilusión nos atraviesa con una candidez patética, algo que Beerbohm ilustra con la melancólica simpatía que su temperamento le permite, adelgazando la pesadez analítica con la que Henry James retratara la ambición literaria.

En el mundo que elige ridiculizar está también otra de las grandes virtudes de su texto: punto por punto, mutatis mutandi, Enoch Soames es el modelo sobre el que está montado  El aleph de Borges, quien tradujo y antologó el texto de Beerbohm (esta traducción esta firmada por Javier Fernández de Castro). En el original inglés de Beerbohm, incluso, está una fórmula que solemos aceptamos borgeana, curiosa felicidad (a curiuos happinness). Como en El aleph, el narrador en primera persona coincide con el autor; como Borges con los mamarrachos de Daneri, Beerbohm se dedica a diseccionar la curiosa poesía de Soames con una distancia que empuja a la lectura a una carcajada helada, en el borde de la crueldad; como Daneri, Soames entra en el final en contacto con una fuerza cósmica, con una “potencia sobrenatural”: en este caso, un Satanás que parece una mezcla de vendedor de joyas, ilusionista y jefe de agencia de detectives privados, y que uno imagina inmediatamente como uno de los Peaky Blinders. Un Satanás pendenciero que va buscando por los bares escritores fracasados, para estafarlos usando su necesidad de saber si la fama los espera en el futuro.

En la esperanza de saber si la posteridad va a reconocernos lo que no reconocieron nuestros vecinos, la figura del borroso satanista católico convoca una marcha bajo una consigna dolorosa y cómica: todos somos Enoch Soames.