Francisco de Quevedo y Luis de Góngora destinaron sus recursos más filosos a una pelea brutal que dura en sus textos a través de los siglos, aunque parecen haber hechos las paces en un barrio de Córdoba
FLAVIO LO PRESTI

La WEB puede ser aterradora. Si uno la recorre con curiosidad y tiempo libre va a sentir el salto a la yugular de los comentarios racistas, la precisión dolorosa con la que se describen las fotos de perfil del enemigo, el sexismo sin filtro civilizatorio, la celebración de la violencia. El desinformado de turno podría imaginar que ese nivel brutal de la comunicación fue habilitado por el anonimato en la red, el aislamiento y la alienación de la sociedad postindustrial, pero la historia del odio es muy abundante en ejemplos de gente talentosa que ha dedicado cantidades absurdas de energía a insultar. Los inmensos Luis de Góngora y Argote y Francisco de Quevedo, por ejemplo, sueltos en Twitter o comentando noticias (probablemente más Quevedo que Góngora) harían llorar de impotencia al usuario más agresivo.
La guerra entre los dos comenzó como suele suceder entre escritores. Consolidado Góngora (andaluz, clérigo) como poeta cortesano en el momento en que la corte de Felipe IV residía en Valladolid, Quevedo (más joven, madrileño) puso en práctica la estrategia más inmediata de acceso al reconocimiento: disparar a la cabeza del mejor pistolero. El folclore suele reservar, para las personas con tantos estigmas físicos como los que les atribuyen los biógrafos a Quevedo, un espíritu resquebrajado de resentimiento; sumado eso a su talento verbal, era esperable que el poeta madrileño desarrollara una capacidad superior para la injuria. El escrutinio de los defectos propios es un entrenamiento inmejorable para la malicia, y Quevedo (un poeta satírico genial) empezó a ejercerla atacando una composición de Góngora sobre el río Esgüeva, uno de esos torrentes de quejas en los que el barroco español es pródigo (“Qué lleva el señor Esgüeva / Yo os diré lo que lleva”). Quevedo, veinteañero, aprovecha la ocasión para sacar un arsenal verbal de destrucción masiva, transformando las letras gongorinas en letrinas, al ingenio de su rival en estercolado y a sus coplas en un emético infalible: “Son tan sucias de mirar / las coplas que dais por ricas, / que las dan en las boticas / para hacer vomitar” (‘Ya que coplas componéis’).

Quevedo es terriblemente hiriente. Hay un poema que es quizás la pieza más violenta que he leído en mi vida, aunque esa violencia es mitigada por la ironía del juego verbal. Es relativamente conocido, pero de todos modos leámoslo completo:
Este cíclope, no sicilïano,
del microcosmo sí, orbe postrero;
esta antípoda faz, cuyo hemisfero
zona divide en término italiano;
este círculo vivo en todo plano;
este que, siendo solamente cero,
le multiplica y parte por entero
todo buen abaquista veneciano;
el minóculo sí, mas ciego vulto;
el resquicio barbado de melenas;
esta cima del vicio y del insulto;
éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
éste es el culo, en Góngora y en culto,
que un bujarrón le conociera apenas.
No había un organismo similar al INADI en el siglo XVII (a menos que consideremos a la inquisición) así que parece perfectamente lícito para Quevedo acusar a Góngora de homosexual. Esa acusación que parece al mismo tiempo explícita y opaca, vertebra todo el poema y se funde con la crítica de la estética culterana: Quevedo se burla de la abundancia de palabras de Góngora (siendo que él mismo, como escribe Borges, “saboreaba toda palabra del idioma español”), de la superpoblación de figuras mitológicas, pero sobre todo del ano de Góngora. ¿Cuánta astucia, ingenio, maldad y tiempo libre, como sólo lo tuvieron los hombres anteriores a las comunicaciones electrónicas, hacen falta para comprimir tantas alusiones al ano de un enemigo en un poema? Todo el soneto está dedicado al “orbe postrero” de Góngora: cíclope, por ejemplo, es referencia al ojo único, se repite la partícula “ano” en los gentilicios. Quizás la referencia más ingeniosa sea la que le adjudica a ese cíclope digestivo un origen “no siciliano”, porque “sicili” es ceja en italiano, es decir, un ojo sin ceja, un ano. Ese “minóculo” partido por abaquistas venecianos, esa “cima del vicio y del insulto” se ha vuelto tan enrevesada gracias a los retorcimientos del culteranismo que ha transformado en sirenas a los pedos y sus habitués la encuentran irreconocible.

A ese veneno, un hombre mayor como Góngora no responde con la moderación esperada, sino con un descenso casi gozoso al barro al que Quevedo lo arrastra. En un poema “atribuible” al andaluz (la obra de Góngora se publicó de forma tardía y circuló, como la de Quevedo, en ediciones piratas o manuscritas), hay quien señala que reprocha versos rengos apuntando a la propia cojera de Quevedo (“vuestros pies son de elegía”, la elegía es una composición de pies desiguales- aunque también hay quien señala que lejía hace referencia a versos “amargos”); se burla de los anteojos del madrileño y de su ignorancia del griego en el mismo terceto (“con cuidado especial vuestros antojos / dicen que quieren traducir del griego / no habiéndolo mirado vuestros ojos”) y termina con una estrofa en la que pide a Quevedo que preste esos mismos anteojos a su “ojo ciego”.
Recientemente, un ciudadano porteño demandó que se cambiara el apellido de un cajero de supermercados colombiano que tuvo la desgracia de ofenderlo con el nombre de sus ancestros: Matajudíos. Asunto complejo con el que Quevedo no parecía tener problemas, ya que su siguiente amenaza a Góngora es untarle la obra en grasa de cerdo para bloquearle los mordiscos, haciéndose eco de la sospecha del origen semítico del andaluz, una acusación peligrosa en la época. De hecho, todo el famoso poema zigzaguea entre la homofobia y el antisemitismo con una alegría que hoy parecería sociopática: “Yo te untaré mis obras con tocino / para que no me las muerdas, gongorilla / perro de los ingenios de Castilla / Docto en pullas cual mozo de caminos / Apenas hombre, sacerdote indino / que aprendiste sin Christus la cartilla…”. El poema termina volviendo a un tema predilecto de Quevedo: la nariz de Góngora, pintada incluso por Velázquez: “¿Por qué censuras tú la lengua griega / siendo sólo rabí de la judía / cosa que tu nariz aun no lo niega?” (recordemos que entre los muchos sonetos satíricos de Quevedo está el célebre ‘Érase un hombre a una nariz pegado’, dedicado probablemente a Góngora).
De todos modos, el venenoso Quevedo no se queda contento con atacar la sexualidad y el origen de su rival y termina metiéndose con su salud y burlándose de la ludopatía: “No altar, garito sí; poco cristiano, / mucho tahúr, no clérigo, sí arpía”. La respuesta del andaluz es un poema tan abstruso que lo único que es comprensible hoy es su final: “a San Trago camina, donde llega: que tanto anda el cojo como el sano”. La conclusión es que dos gigantes de la poesía castellana dispusieron todas sus armas retóricas para gritarse a través de los siglos, “puto”, “rengo” y “judío”.
Es inevitable preguntarse de dónde surge el odio que se tuvieron, sobre todo si consideramos el final de la historia. Arruinado Góngora económicamente, Quevedo procedió a comprar su casa en Madrid y terminó echándolo cuando el otro tenía la salud deteriorada. En pleno trance de muerte, Góngora acusa tristemente a Quevedo de ladrón y poco amante de la poesía, (“Musa que sopla y no inspira / y sabe que es lo traidor / poner los dedos mejor / en mi bolsa que en su lira, / no es de Apolo, que es mentira”) mientras que el madrileño compone de nuevo un monumento al odio:
Este que, en negra tumba, rodeado
de luces, yace muerto y condenado,
vendió el alma y el cuerpo por dinero, y
aun muerto es garitero;
y allí donde le veis, está sin muelas,
pidiendo que le saquen de las velas.
Ordenado de quínolas estaba,
pues desde prima a nona las rezaba;
sacerdote de Venus y de Baco,
caca en los versos y en garito Caco.
Como todo en la Historia Universal, esta pelea puede seguirse a través de la web, pero algunos de sus detalles se escapan a ese Aleph inconmensurable. Según repiten muchas fuentes imprecisas, una frase a lo Osho de Borges señala que hay que tener cuidado con la elección de nuestros enemigos, porque terminamos pareciéndonos a ellos. Uno puede rastrear la idea en varios pasajes de la obra de Jorge Luis Borges (en “Los Teólogos” sin ir más lejos) y puede corroborarla en la historia de estas estatuas del barroco español. Siendo cada uno el símbolo de temperamentos muy diferentes, y habiendo sostenido proyectos poéticos que parecían chocar violentamente en su tiempo, esas diferencias se han limado para nosotros y los dos han terminado siendo, como los Juan de Panonia y Aureliano del cuento célebre, dos caras de la misma moneda. En mi colección Historia de la literatura publicada por RBA editores, Góngora y Quevedo ocupan ese lugar inmediato que se destina a los contemporáneos, noveno y décimo respectivamente. Y cuando salgo a caminar por Alta Córdoba, el barrio en el que nací, no puedo evitar sonreír cuando veo venir la seguidilla de calles hacia el Norte: Cervantes, Castelar, Fray Luis Torres, Calderón de la Barca… Sé que en un momento voy a toparme con Quevedo y que, tres cuadras más allá, Góngora le pone un límite al barrio, custodiando las puertas de la decencia. Uno puede elegir sus enemigos con cuidado y terminar pareciéndose a ellos gloriosamente. Lo que no puede es adivinar que su nombre terminará entrelazado al del Otro en las inmediaciones de la cancha de un equipo de segunda división, en una ciudad ruinosa levantada en el centro de un país periférico. Cuando escucho los gritos de la hinchada de Instituto pienso, casi siempre, que no hay prueba mayor de la vanidad de toda empresa humana, incluso la de la poesía más refinada escrita en un idioma hermoso.