Señales de vida
M. John Harrison habla sobre la conexión entre sus dos pasiones, literatura y escalada, unidas en su novela Climbers.
FERNANDO KRAPP

Invitado al FILBA, el escritor M. John Harrison está sentado en el lobby de un hotel, en Palermo. Es la primera vez que visita la Argentina, la tierra de dos de sus escritores favoritos: Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. Sabe, sin embargo, que no podrá viajar hasta Los Andes para observar las paredes rocosas de la pre cordillera o los picos salvajes de la Puna. M. John Harrison, uno de los exponentes tardíos de la mítica revista inglesa de ciencia ficción New Worlds y uno de los grandes escritores sci fi de la new wave, es un escalador apasionado. Puede que por eso se entusiasme cuando se le comento que el objetivo de esta breve entrevista, que apenas le robará unos minutos de su almuerzo, es hablar sobre el arte de subir montañas y su relación (o no) con la escritura.
La obra de Harrison, oriundo de Warkickshire, es ecléctica. Abarca el fantasy con la saga de Viriconiun, la novela gótica con El curso del corazón y Signs of life, y la reescritura del space oddity en su celebrada trilogía de Luz, Nova Swing y Empty space. Su faceta como montañista se vio reflejada en una única novela realista titulada Climbers; un pequeño hito del género de montaña que no ha encontrado aún una editorial en español. Novela polifónica, melancólica y brutal, narra la experiencia de un tal Mike, quien comienza a escalar después de una complicada separación. Cualquier relación con la vida personal de su autor no es coincidencia, y si bien se trata de la novela más autobiográfica de Harrison, prefiere no hablar de los detalles personales; para eso ha colgado en su blog hace unos meses algunas fotografías del diario que llevaba cuando subía montañas en el norte de Inglaterra, e iba tejiendo en su cabeza la estructura y la forma de la novela.

¿Cual es tu relación con la naturaleza?
Lo primero que tengo que decir es que no escalo tanto como quisiera, porque estoy viejo. Cuando empecé estaba interesado en escalar piedras y para mi fue como hacer gimnasia en espacios abiertos. Estaba interesado en trepar rocas. Antes de eso estaba interesado en el senderismo. Como caminante me interesé por el paisaje. Cuando comencé a escalar, no me fijé por donde iba a practicar el deporte. Y lo hice por los lugares más extraños, llenos de basura. ¿Alguna vez escalaste en Inglaterra?
No.
En Inglaterra escalamos lo que sea, siempre y cuando tenga una altura no menor a diez pies. Porque hay tan pocos lugares para hacerlo. Solemos practicarlo en lugares donde se tira mucha basura. Y no nos importa. Fue recién 20 años después de escalar que empecé a percatarme del paisaje a mi alrededor. Y lo observé de dos formas: por un lado, la belleza de lo que se me presentaba. Por el otro, en Inglaterra el paisaje no es natural. No es salvaje. Fue usado durante, por lo menos, cuatrocientos años. Esos dos aspectos me shockearon cuando estaba escribiendo Climbers. Me acuerdo de una vez que estaba escalando; miré hacia abajo y vi que había muchas piedras de molinos abandonadas. Le pregunté a mi compañero de escalada de dónde habían salido, y me explicó que eran el resultado en una serie de decisiones políticas y económicas que esos molinos estuvieran ahí, abandonados; algo hizo clic en mi cabeza. Supongo que el paisaje significa para mi lo mismo que significa para muchos escritores ingleses de hoy, o europeos, y eso es (se toma un tiempo para pensar)… una relación que en Francia se llamó ontológica, psicogeografica; una idea de que el paisaje es el resultado fantasmal de lo que se ha perdido, como por ejemplo la novela de China (Mieville), King Rat. Con mi novela intenté evitar esos términos.

¿Por qué?
Me parecía demasiado fácil usar una especie de ecuación para transcribir el paisaje que aparece delante de vos. Estoy menos interesado en eso que en mi propia interacción con él. Por esa razón, el género realista fue el más apropiado. Y también porque en los setentas y ochentas tampoco teníamos esos términos: ontológico, o psicogeográfico. Eso vino después. Teníamos una disciplina pero no un significado. Lo mismo se aplica para “edgelands”; zonas urbanas entre la ciudad y el campo por donde voy a escalar.
Ballardiano…
Exacto. Pero tampoco teníamos ese término para llamarlo así. Yo nací en una zona así, y comencé a escribir de muy chico. Sabía que si me ponía a escribir sobre esos paisajes sería beneficioso porque proviene antes de una experiencia de inmersión individual que de una aproximación teórica, un aspecto básico de la psicogeografía. Y me parece que también es un poco frío aplicar una filosofía personal cuando no podés sostener tu narración con experiencias personales. Hay que ofrecerle eso al lector, una experiencia personal sobre el paisaje.

En cierto modo no te interesaba lo que había detrás del paisaje.
No, me interesaba lo que estaba ahí. Qué significa una experiencia y qué se puede sacar de ahí como metáfora, como explicación, como teoría. Por eso Mike, en la novela, escala y narra objetivamente lo que ve. Es una experiencia dura.
Podríamos pensar a Climbers como una reescritura de Allá lejos y hace tiempo de W. H. Hudson en clave posmoderna.
Es experiencial, sí. Sobre todo si escalás o si hacés cualquier tipo de deporte en espacios abiertas. Por eso me interesaba que mi personaje no tuviera una transformación. Porque hay una tendencia a creer que un montañista sube una montaña para curarse de algún trauma. No me parece que eso pase nunca. En verdad, cuando uno sube una piedra no hace más que pasar por delante de un espejo. Esencialmente el montañismo parece responder algún tipo de pregunta sobre el ser, pero no lo hace. Y eso no es problema de mi personaje ni del montañismo; es un problema de creer que si hacemos cosas vamos a obtener una respuesta a nuestras preguntas.
¿Comenzaste a escalar como si fuera un modo de escape?
Sí, creo que sí. Para mi, personalmente, era un escape de la vida de la mente. Lo único que hacía era estar sentado en una silla, y escribir discursos. Quería hacer algo real, absolutamente. Algo que pasara por delante de mi cara. Cometés un error y tenés problemas. Romperte la pelvis en una caída no es para nada divertido. Y quería sentir eso. Quería decir: ¡Dios mío, esto es real! Porque no me había pasado. Había pasado gran parte de mi vida sentado en una silla, escribiendo fantasías sobre personas golpeándose con cosas en las cabezas. Por aquellos años, hacia fines de los setenta, no me parecía para nada satisfactorio.

Pero tus primeros libros se sienten y se perciben muy reales, por más que sean fantasías.
Bueno… ese es el trabajo de un escritor, ¿no es así? Hacer algo real con algo que no lo es. Convertir algo real para el lector. Y lo hacés porque ese es tu trabajo. Por otro lado, había una parte de mi cabeza que me decía; ¡esto no es real, esto no es real! Y quería hacer algo que lo fuera. Entonces, fui a subir rocas. Para enfrentarme con ese desconocimiento de lo real, para estar al borde de un precipicio sin saber qué hacer después. Uno cree que sabe lo que puede hacer, pero no es así. Y uno puede estar todo el día colgado pensando que va a hacer un paso, sin saber realmente lo que tiene que hacer. Porque si te movés hacia la izquierda, te caés, o si das un paso en falso sos hombre muerto. Y eso me gustaba.
De alguna manera, está relacionado con la escritura: un escritor toma decisiones. ¿Cómo cambió tu escritura cuando empezaste a subir montañas?
Fue más técnico. Tuvo un efecto sobre mi técnica literaria, que en un aspecto del contenido. En un momento, comencé a escalar sin protección, era algo que hacíamos. Y para hacerlo tenés que saber muy bien la secuencia de movimientos que vas a hacer sobre la roca, porque si no lo hacés, te caés. Y de pronto me di cuenta: esa es la forma en la que debo escribir. Cuando escribo una frase tengo que hacerlo como si me estuviera por caer al vacío. Y al mismo tiempo, es empujar al lector, frase a frase, a esa zona de vacío.