Las cosas que perdimos en el cielo
En La desaparición del paisaje, el escritor boliviano Maximiliano Barrientos propone una escritura absorbente y demoledora.
DIEGO ERLAN

Volver implica siempre un viaje en el tiempo. Y sabemos que esos viajes están llenos de temblores y paradojas. Vitor vuelve a la casa paterna de Santa Cruz de la Sierra luego de estudiar durante años en Estados Unidos. En ese lugar no sólo dejó a su padre y a su hermana, también dejó el recuerdo de la madre muerta, a su novia de entonces, a sus amigos, a los rastros de su cobardía. Al volver encuentra otro paisaje: el padre muerto, la hermana ofendida y embarazada, una mujer que reconstruyó su vida y quiso olvidarlo y algunos pocos amigos. Los rastros de cobardía permanecen, agazapados, como si las deudas no preescribieran. Esa es la trama de La desaparición del paisaje, segunda novela del escritor boliviano Maximiliano Barrientos. Se trata de una escritura absorbente y demoledora, sumergida en el lenguaje vital de su entorno y una aspiración: construir imágenes concretas que, sin pretensión ni snobismo, reflexionen sobre cierto espíritu contemporáneo.

En el relato de ese regreso se intercalan en bastardilla una tarde, una noche y una madrugada del pasado. La fecha es agosto de 1987, el día en que la familia de Vitor compra la casa familiar. La voz del padre, borracho y pendenciero, articula una serie de postales difusas y coloquiales donde Barrientos logra capturar la conversación cerrada, casi inentendible, de ese padre y el hermano o ese padre y la madre o ese padre en un soliloquio consigo mismo, fuera de la casa, viendo los cambios de luz que se suceden en un cielo oscuro. Esas imágenes del padre vuelven con la textura nebulosa de la bastardilla del texto, convertido en paisaje de otro tiempo, teñido por las tonalidades del ocre que tienen las imágenes de nuestro pasado.

Esa noche, mientras todos duermen, el padre, algo borracho, pone un vinilo de Gladys Moreno. En un volumen mínimo suena “El guajojó”, un taquirari interpretado por la voz nostálgica de esa leyenda de la canción boliviana de los años sesenta, donde se escucha “ya no soy buena la ausencia me cambió”. Después suena “El trasnochador”, donde Gladys Moreno canta “por eso sigo mi bien/ tunante y trasnochador/ huyéndole a mi dolor”. El padre se tambalea hasta la puerta para enfrentarse a los últimos rasgos de oscuridad. Vitor, entonces de siete años, se despierta y acompaña al padre en esa pequeña ceremonia, porque según dice “nunca vi hacerse de día”. En un momento casi mágico de esa madrugada observan algo extraño que cae del cielo envuelto en luz, un espectáculo que “da miedo y es hermoso”. Muchos años después se explicará de qué se trata esa imagen inquietante, pero en ese momento hay un gesto del padre (“eso mirá eso”) que revela, de algún modo, el misterio del mundo, de la paternidad y de la vida. Barrientos consigue transmitir una sustancia en esa escena y de ese modo sintetiza las tensiones que recorren la novela. Las canciones de Gladys Moreno parecen puntear el destino de Vitor, que tratará de huir del dolor para después volver y enfrentar las ausencias que lo cambiaron. Elías Canetti escribió en sus cuadernos que no deberíamos negar nuestras propias metamorfosis. Tenía razón.