El ladrón de farmacias
La primera vez que James Fogle estuvo en la cárcel fue a los 12 años. En Drugstore cowboy, este autor construye un alter ego de su vida errante y delictiva
LEO OYOLA

James Fogle, a una edad en la que la mayoría de los chicos todavía juegan a policías y ladrones, abandonó la escuela primaria y robó un coche. Lo atraparon. Estuvo privado de su libertad por primera vez a los 12 años. Y así y todo había logrado su objetivo: escaparse de un hogar en el que un padre alcohólico no dejaba de golpearlo cada vez que tenía una oportunidad para descargar sus frustraciones. Buena parte de su adolescencia la pasó en reformatorios. Y prácticamente el resto de sus días entre rejas. Cumplía condena y cada vez que volvía a salir nunca pudo evitar la vida bandida. Fue adicto a la adrenalina que sentía al delinquir. E inevitablemente cayó en el uso y abuso de todo tipo de drogas. Y su relación con ellas derivó en que se profesionalizara en robar farmacias. Pero con lo que también se enganchó don James, adentro de las unidades penitenciarias, fue con esas otras dos falopas duras y puras muy difíciles de largar -cuando entran en nuestras vidas- como lo son leer y escribir.

Bob Hughes, el protagonista de Drugstore cowboy, es claramente un alter ego de Fogle. Un adicto que se dedica a reventar farmacias en busca de medicamentos en lugar de efectivo. De ahí que una de las apuestas ganadas de la novela pase por correrse de la autobiografía ficcionada. El bueno de James –¿habrá sido por sus lecturas rejas adentro?– decide abrazar de lleno al género negro. Es así como en lugar de abanderar la primera persona para perpetrar esta historia, el autor prefiere utilizar una tercera lapidaria en la que no tiene piedad consigo mismo al contar que se creía un flor de forajido cuando en realidad solo era un hombre desesperado. Otro de los anchos de espadas del texto es que la novela no se encuentra dividida en capítulos: está escrita de un tirón mostrando un raid delictivo en el que se salía de caravana aprovechando las buenas rachas para terminar intentando morder más de lo que les daba la jeta.

Una contradicción andante: el peor hijo de yuta o el mejor amigo sobre la faz de la tierra de acuerdo a la situación, el Bob Hughes de James Fogle maneja códigos old school que lo ponen en desventaja y también en peligro más de una vez en el ámbito en el que se mueve, donde la miserabilidad es la moneda corriente y la necesidad de volver a drogarse ante una dolorosísima abstinencia hacen que cualquiera pueda traicionar a un hermano sin pensar. Bob Hughes es carismático. Seductor. Variopinto. Que además sea supersticioso suma, y mucho, a ese encanto al que nosotros como lectores caemos rendidos. Pero la otra cualidad de Bob –que lo humaniza y acerca una vez más cuando todo lo otro en su universo nos repele– es que él antes que formar una banda lo que une y cuida es a una familia elegida. Él no recluta miembros. Bob escoge sobrinos o hijos que no serán de su misma sangre ni tendrán el mismo apellido pero a los que querrá más que a su propia madre; que también dice presente en estas páginas.

Mucho más que un Trainspotting redneck, y mucho antes de que Renton y sus drugos más bolches abandonando la escena del crimen corrieran dejando hasta el último aliento por las calles de Edimburgo en la que fuera la Naranja mecánica de los 90; la familia de Bob Hughes en Portland cuando podía montaba su numerito de teatro; y cuando no, se dedicaba a boquetear. Y si bien tanto las novelas de Irvine Welsh y James Fogle como sus respectivas adaptaciones cinematográficas a cargo de Danny Boyle y de Gus Van Sant respectivamente dialogan entre sí y por momentos son espejos universales; Drugstore cowboy se saborea como toda la obra de Edward Bunker: otro colega que estuvo privado de su libertad en reiteradas ocasiones y que la literatura y el cine lograron finalmente rehabilitarlo y darle una segunda oportunidad. Fogle no contó con esa suerte: Drugstore Cowboy fue dentro de la decena de novelas que escribió la única en publicarse. Dos décadas después de haberla escrito y a casi un cuarto de siglo de que se estrenara la película de Van Sant, Fogle falleció cumpliendo condena en una de las cárceles de Seattle por robar –una vez más– una farmacia en Washington. Tenía cáncer de pulmón y también un nuevo manuscrito.