Siempre rodeado de misterio, de naturaleza a la vez mágica y monstruosa, a decir de Borges, el espejo es uno de los objetos más extraordinarios e inquietantes que supo crear el hombre, reservorio de mitos, ficciones y complejas metáforas sobre la subjetividad humana.

DIEGO ERLAN
La Venus del espejo, Diego Velázquez © The National Gallery, Londres

Johannes Gutenberg no sólo perfeccionó la imprenta. Al comienzo de su carrera como metalúrgico, mientras intentaba hacer negocios con una máquina para pulir gemas, también se dedicó a fabricar espejos de metal y luego de vidrio que pretendían ser perfectos. Había encontrado una clientela ávida por estos objetos: se los vendía a los peregrinos que viajaban a la capilla de Aquisgrán, en Alemania, para que pudieran atarlos a sus sombreros ya que creían que los espejos tenían el poder de atraer y capturar la gracia de Dios que emanaba de los rituales religiosos. Siempre rodeado de misterio, de naturaleza a la vez mágica y monstruosa, a decir de Borges, el espejo es uno de los objetos más extraordinarios e inquietantes que supo crear el hombre, reservorio de mitos, ficciones y complejas metáforas sobre la subjetividad humana. Andrés Ibáñez, en el prólogo a la antología A través del espejo (Atalanta), recuerda la fascinación que le generó el gabinete de curiosidades del Museo de Ciencias Naturales de Madrid donde encontró, en una de las paredes del sector sur, el espejo azteca: uno hecho de obsidiana, una piedra que parece negra pero es, en realidad, verde, un espejo que apenas devuelve reflejo alguno. ¿Para qué sirve?, se pregunta. No para verse sino para perderse. No para encontrarse sino para desaparecer. La mayoría de los espejos antiguos eran pedazos de piedra bruñida, láminas de bronce. Los espejos, explica Richard Gregory en Mirrors Mind, figuraban en los complejos ritos de iniciación dionisíacos, en especial estos espejos oscuros que eran tan pobres desde el punto de vista óptico que servían para estimular más la imaginación que los ojos. Algo similar ocurre con el cuadro La reproduction interdite (1937) de René Magritte donde podemos ver a un hombre de espaldas al espectador y frente a un espejo que, sospechamos, develará su verdadero rostro. Sin embargo, el reflejo nos devuelve otra vez la misma imagen paradójica del hombre de espaldas a nosotros. Nada más inquietante que un espejo que refleja algo que no esperábamos ver.

La reproduction interdite (1937), René Magritte


“El hombre se ha interesado por su imagen desde tiempos prehistóricos, utilizando toda clase de técnicas para descubrir su reflejo: desde piedras opacas o brillantes hasta charcos de agua”, escribe Sabine Melchior-Bonnet en Historia del espejo (Edhasa/Club Burton). La vanidad podría estar en el centro de esta fascinación: el mito de Narciso, encantado por su propia imagen, y el de Perseo, quien logra que Medusa se admire en su escudo, señalan este aspecto. Cesare Ripa, en su Iconología, incluye además la prudencia y la verdad como atributos para que el espejo, artefacto que deambula entre la frivolidad y la densidad metafísica, pueda instalarse desde la antigüedad como protagonista esencial de la vida cotidiana.


Entre la ciencia y lo sobrenatural, el descubrimiento del espejo de cristal, atribuido tanto a los maestros de Lorena como a los de Venecia, es el punto de inflexión en esta historia. A partir del perfeccionamiento de su técnica se suceden las intrigas y las luchas de poder pero tres razones hacen que los espejos de Murano comiencen a ocupar un lugar preferencial en el comercio: la salinidad del agua del mar, la belleza y claridad de la llama y la cantidad de sal y de soda utilizada. La tradición vidriera de Venecia se remonta al siglo XIII, a partir de la fabricación de frascos o perlas de vidrio, pero se consolida en el momento en el que la República de Venecia favorece a sus maestros y los considera artistas en vez de artesanos, los protege y privilegia de manera especial al punto de que les otorga el derecho a contraer matrimonio con las hijas de la nobleza. Para entender esto, sólo es necesario un dato: un espejo de Venecia, con un vistoso marco de plata, costaba más que un cuadro de Rafael con lo que el artista italiano significaba por entonces. El ingreso de Francia, principal cliente de los maestros vidrieros de Murano, añade un capítulo atrapante que gira en torno a la Compañía Real de Cristales y Espejos fundada por Colbert herencia que luego retomó la Compañía de Saint-Gobain en el faubourg Saint-Antoine. A partir de telegramas y cartas, Melchior-Bonnet reconstruye una trama de espionaje industrial, agentes secretos y contrabando.
La sociedad aristocrática de Luis XIV sintió pasión por los espejos. La Galería de los Espejos de Versalles, recibida en 1682 con gritos de admiración y comentarios deslumbrantes por parte de la prensa, es una muestra fehaciente de ello. A medida que pasó el tiempo y las técnicas del soplado o el fundido se ajustaron hasta permitir la fabricación de espejos de grandes formatos, la industria empezó a popularizarse. A principios de 1700 casi todos los burgueses de París adoptaron el espejo como elemento indispensable de la decoración, que reflejaba un nivel de vida y de estatus social.


Ciertos motivos en la historia del arte luego serán retomados por el cine. Mirar y ser miradas parece el destino de las mujeres delante del espejo que los pintores del siglo XVII pusieron en escena pictóricamente. La Venus delante del espejo que pintan Tiziano, Rubens y Velázquez son mujeres silenciosas que en un momento de autorreflexión se observan, desdobladas, en su imagen especular. Ni la presencia ocasional de sirvientas (en el caso de Rubens) o de uno o varios cupidos que le sostienen el espejo (en Velázquez y Tiziano) parece capaz de romper este momento de intimidad. El espejo contribuye a multiplicar el punto de vista para ofrecer al espectador del cuadro la presencia apoteósica de una mujer en reposo. Pero es evidente que en esta exhibición también existe la recreación de un misterio femenino inaccesible y turbador. La mujer delante del espejo se muestra al espectador generosamente, pero mantiene un carácter propio, inabordable y hermético. En los cuadros de Tiziano y de Velázquez el misterio se concentra en la imagen reflejada en el espejo. En el primer caso, la imagen de Venus aparece fragmentada y mucho más envejecida que la de la mujer que tiene delante. La imagen de Velázquez, por su parte, está desdibujada y nebulosa, pero con los contornos reconocibles de una mujer de apariencia realista que rompe con la composición mitológica del conjunto. Los dos cuadros nos demuestran que no siempre los espejos reflejan el doble exacto de lo que tienen delante, y que en este camino de ida y vuelta a través del reflejo se crea un flujo de tiempo y de espacio, de imaginario.