La Bestia Equilátera publicó tres novelas de un autor casi olvidado, casi desconocido en español, que supo mirar de frente los claroscuros de un sentimiento con mala prensa: el amor romántico

FLAVIO LO PRESTI

En el año 2010, La Bestia Equilátera publicó Los enamorados, la primera de las novelas de Alfred Hayes que editó hasta ahora, y el libro fue un éxito: un autor inédito en español aparecía veinticinco años después de muerto a hablar de un sentimiento devaluado, el amor, con un libro que tenía un título imposiblemente genérico y obligaba a prestarle una atención retrospectiva. Y aunque todas las semblanzas sobre Hayes repetían unos pocos datos, al leer las tres novelas editadas es posible trazar una figura imaginaria que, compuesta con sus datos (escritor y guionista de cine dividido entre Los Ángeles y Nueva York), ayudaba a analizar el conjunto como una trilogía (voluntaria o involuntaria) sostenida por una voz en el borde de la autoficción. Esa voz recorre tres etapas en la vida de un único hombre: la esperanza del amor en una relativa juventud, el pantano matrimonial sazonado por una insatisfactoria infidelidad y, al fin, la madurez deshilachada, ominosa y patética. Dicho así, su mundo parece exclusivamente oscuro, pero la ligereza de su prosa y su talento para entender las necesidades del relato, sus invisibles recursos formales (un uso magistral del indirecto para los diálogos, por ejemplo) y su quirúrgico sentido del humor equilibran esas sombras.

Dentro de las novelas

Los enamorados y Que el mundo me conozca narran casi la misma historia desde dos puntos de vista diferentes. En ambos libros, dos mujeres jóvenes y medio muertas de hambre aspiran a distintas formas de ascenso social. Están presionadas contra las cuerdas de la locura por la necesidad de sobrevivir e intentan sortear ese borde (el Girl Power asume otras formas en este pasado cercano) a través del amor.

Alfred Hayes posa para la cubierta de su libro. Foto de Nina Leen//Time Life Pictures/Getty Images)

En el primer caso, una chica sensible y trepadora es cortejada con una reticencia que roza el desprecio, pero cuando elige casarse con el millonario que oficia de tercer vértice del triángulo, arrastra al narrador a una penosa desesperación: “pensaba en lo que había hecho con ella: llevarle flores como un repartidor; besarla como un actor; atormentarla como un villano; consolarla como un médico; darle consejos como un abogado; y todos pero todos aquellos gestos eran en cierto modo cómicos, increíbles, ajenos a mí (…). Lo único que sabía era que, al irse, ella se había llevado algo que me mantenía entero, una imagen necesaria de mí mismo, algo sin lo cual corría peligro de desplomarme; y fuera lo que fuera, vanidad indispensable, idea irremplazable de mi propia vulnerabilidad, se había ido y solo ella podía devolvérmelo (…). Porque sin eso me sentía empobrecido, vaciado, misteriosamente herido; entre el mundo y yo no quedaba nada”.
En Que el mundo me conozca, el narrador rescata a una starlet suicida del mar en una fiesta de la farándula californiana, pero ese gesto vuelve a sumirlo en una vorágine de confusión hasta llevarlo a un final mucho peor: la maquinaria del mundo (de la cual su pétreo y muerto matrimonio es un engranaje poderoso) termina triturando a su amante. Las dos mujeres tienen finales más realistas que su contemporánea Holly Golightly, la criatura de Truman Capote transformada en ícono y en leyenda con su etérea aparición africana al final de Desayuno en Tiffany’s. Las jóvenes mujeres de Hayes tienen destinos más terrenales y oscuros, esposa decorativa y amante descartada.
La novela que cierra esta trilogía, Mi perdición, es quizás la más amarga: el guionista crepuscular, rechazado ahora por los estudios y engañado por su mujer con un compañero de tenis, vuelve a Nueva York y tiene el sueño de transferir su experiencia a través de una suerte de paternidad vicaria, de la que es objeto un cínico poeta ligeramente emparentado por la sangre. El poeta veinteañero y su novia juegan con el esperanzado veterano hasta que le dejan evidencia de lo que ha devenido para ellos, recortando las caras presidenciales de los dólares y pegándolas sobre su propio rostro en las fotografías de un álbum que condensa su vida: no es la fuente de un saber sino apenas capital acumulado con el tiempo. A través de las tres novelas se filtran y se sostienen ideas terribles: imperan la confusión y la violencia, el amor es una esperanza indefectiblemente derrotada, la vida es una declinante ilusión de la que nada se obtiene. Ricos y pobres viven en una guerra simulada, en realidad una forma de cacería humana en la que, como imaginaba Arlt, los ricos torturan a los pobres por diversión mientras disfrutan de prebendas secretas. “Mi hostilidad, si es que sentía hostilidad por los ricos, tenía otro origen, la sensación no del todo identificable de que en el estilo de vida de toda esa gente había algo siniestro. Podían preguntarme: ¿qué era lo siniestro en esa vida? (…) ¿Por qué me empeñaba en reaccionar de manera tan extraña a todas sus comodidades, sus posesiones, sus rarezas, sus casas frescas, grandes y envidiables? (….) me parecía que había una especie de voracidad, una insaciabilidad que despedía un aura siniestra. Bueno, no iban a comerme a mí también” (Que el mundo me conozca). “Yo casi no conocía hombres de negocios, ni que decir hombres ricos; solo suponía que eran distintos, que no contaban con casi ningún atractivo,  excepto su dinero (…); no obstante, mientras pasaban las semanas, me sorprendí albergando otras creencias. Creencias (…) tan comunes como las de cualquier hijo de vecino, como que en los penthouses de la ciudad habitaba gente misteriosa y afortunada; que los ricos en realidad eran envidiables; que en los grandes hoteles y clubes que frecuentaban la vida guardaba un encanto insospechado; que para ellos el sol salía por un horizonte más agradable, y el día empezaba con una determinación desconocida para todos los demás” (Los enamorados). La idea más oscura, sin embargo, es que la vida es un espectáculo fugaz, leve, insignificante, y en última medida inútil: “En un punto, las generaciones se tocaban. No era que hubiésemos pasado una vida en algún desplumadero y todo hubiera cerrado, y fuese hora de irse. No podíamos irnos así como así. Después de pagar precios exorbitantes y mirar un mal espectáculo” (Mi perdición). El mundo de Hayes es una máquina de triturar humanos, y el capitalismo y la desigualdad no ayudan a que el tránsito por la vida sea, mientras el tiempo se escapa, menos doloroso. Los hombres y las mujeres son progresivamente vencidos mientras bailan, salpicados de astillas y sangre, la danza confusa de la victoria y la derrota.

Foto de Belinda Fewings

Fuera de las novelas

Hayes peleó en la Segunda Guerra Mundial, fue guionista de cine y, según se dice como de costado en las biografías que circulan por Internet, colaboró en Italia con Rosselini y De Sica, en cuya Ladrón de bicicletas (otro alegre canto a la vida) fue coguionista sin figurar en los créditos (también se ocupó de hacer los subtítulos al inglés). Además de guionista y novelista, fue poeta. La relación entre su profusa actividad y su poética de la depresión hace pensar en la respuesta que dio Beckett cuando le preguntaron si su visión del mundo no llevaba a la parálisis: había escrito más de veinte libros.
Uno de los poemas de Hayes, de hecho, es un canto a la dignidad humana y la resistencia a la tiranía. Se titula “Joe Hill”, y conmemora la vida de Joel Emmanuel Hägglund, un trabajador y activista sueco que, radicado en Estados Unidos y enfrentado con los “jefes del cobre” por su actividad sindical, fue condenado en un juicio de dos horas: a Hägglund (rebautizado Joe Hill) se le imputó el asesinato de un almacenero de Salt Lake City, después de que la policía forzara a los testigos a identificar su cara como la que se ocultaba tras el pañuelo rojo del asesino. Hill fue ejecutado,  pero la voz en el poema dice haberlo visto la noche anterior, “vivo como vos y yo”. Las pistolas no alcanzan para matar a un hombre, dice Hill, y termina su fantasmal arenga reclamando la inmortalidad en la acción de los trabajadores que luchan por sus derechos “en cada mina y molino”. A pesar de que en sus novelas parece no haber nada por rescatar de la experiencia, ahí está Hayes celebrando la vida de un luchador convertido en mito. Joan Báez hizo de ese poema una parte muy importante de su repertorio, y cantó la canción en Woodstock, un año después de la publicación de Mi perdición. Hayes murió en 1985, once años después de que publicara su último libro. Báez abandonó los escenarios el 31 de julio de este año, a los 78. En la esquela que testimonia la muerte de Hayes en The New York Times del 15 de agosto de 1985, se dice que fue sobrevivido por sus hijos Alfred Eliot, Alan y Josephine. Es difícil no preguntarse qué tipo de padre fue un tipo que veía las cosas como él.

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